(Publicado en Ocio - Público, Milenio, el 31 de julio de 2009)
Cuando M volvió a la ciudad después de varios años de ausencia, desconoció las calles, incluso las de su barrio tlaquepaquense. “Falta algo”, me dijo. De momento pensé que era el fenómeno natural del que vuelve; sobre todo son las dimensiones las que difieren de lo que uno recordaba. M se detuvo en una esquina y dio con la clave: podía ver el cerro del fondo y no necesariamente porque no hubiera contaminación atmosférica ese día, sino porque ya no estaban las frondosas cúpulas de los árboles de la cuadra siguiente.
Esa noche, en la reunión de bienvenida de M, con más amigos volvimos al tema. Alguien puso de ejemplo a una señora que adaptó y puso en renta como oficinas, la casa que fuera de sus padres, ubicada en lo que antaño fue una colonia de gente rica y ahora es zona comercial. Ella se la vive incitando a sus inquilinos a que se le unan y den seguimiento a la solicitud que hizo a las autoridades para que removieran el árbol de la finca de al lado, por una simple razón: hace mucha basura (se refiere a las hojitas secas). Otra amiga contó que al mudarse a su nueva casa, afuera de la cual había un árbol grande, sucesivamente y sin que ella lo solicitara, los vecinos y visitas le fueron dando tips y recetas para irlo secando; porque, como todo el mundo sabe, el trámite legal para que el gobierno municipal lo corte es tardado y a veces los malditos suelen negarlo, es decir, darle la razón al árbol. No podemos negar que en ocasiones las raíces o ramas pueden representar un peligro, pero ¿es sólo eso o realmente nos estamos volviendo depredadores de las áreas verdes?
En la mesa en la que estábamos, esa noche de calor en que volvió M, se llegó a una conclusión. La gran mayoría recordaba, en sus años de infancia, a su madre, la vecina, la tía o a sí mismos en la labor matutina de barrer las hojas del árbol de afuera. Otros más recordaban las tardes en las que sacaban unas sillitas para ponerse a platicar o tomarse algo, al cobijo de la fresca sombra. Aunque las labores domésticas, me refiero a la barrida de las hojas, resultan insoportables para los chamacos, hay un punto entre los 25 y los 35 años en que son asumidas como hábitos incuestionables (bueno, no siempre). Pero ahora nunca hay tiempo. Trabajamos dos o tres turnos, o vivimos en condominios en los que no queda claro a quién le toca hacerse cargo del pobre arbolito… Tal vez sea la culpa la que nos hace desear que mejor desaparezca.
Esa noche, aunque no me quedaba tan de camino, me fui por Cruz del Sur y me detuve unos instantes en donde hace mucho estuvo ese gigantesco árbol que me gustaba tanto (y por lo mismo trataba de incluirlo en los tours cuando me tocaba ser anfitriona). Hasta donde recuerdo ese cayó por causas naturales, pero a como vamos no dejaremos que ninguno llegue a ese tamaño. Ya veremos quién gana en las siguientes generaciones: si la actitud irresponsable de la nuestra o la conciencia ambiental que comienza a esbozarse (aunque sea en las películas de Disney).
Si de algo sirve, recordemos el viejo refrán, quiero decir, en la versión original que me enseñó mi padre: “Árbol que crece torcido jamás su rama endereza, / que se hace naturaleza del vicio con que ha vivido. / Con este ejemplo advertido, malas costumbres no adquieras / que si bien las consideras, a fuerza de repetirlas / ya no podrás corregirlas cuando corregirlas quieras”.
Tuesday, August 11, 2009
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