(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
Podría decirles que esta anécdota tiene fines didácticos o una moraleja sobre prejuicios, cobardía o valores. Pues no. La memoria es caprichosa y lo mismo borra o esconde archivos indiscriminadamente, que saca a colación sucesos antiguos. Así yo esta semana estuve pensando en alguien que conocí cuando estaba en la facultad.
Se presentó en la ciudad Las palabras andantes de Eduardo Galeano, asistí y me causó tal entusiasmo que compré ahí mismo el libro e hice la larga fila para conseguir el autógrafo del uruguayo. Ahí en la fila comencé a intercambiar sonrisas con un chico que llevaba una gorrita y una pinta de intelectual-interesante (distinto al intelectual-hippie). Conversamos de diversos temas y mi interés por él creció aún más cuando me dijo que era corresponsal en Jalisco de un famoso diario de circulación nacional. Estamos hablando de hace más de 15 años, la vida cultural y mediática era otra, no había Internet ni celulares, así que sólo pudimos intercambiar teléfonos; en su caso, los de la oficina del periódico.
Lo que a mi edad actual considero una historia como miles, sobre personas que se conocen y procuran entablar una relación, en ese entonces me pareció de lo más fantástico. Sobre todo el día que recibí en mi trabajo un fax que él me enviaba con el dibujo de una maceta con florecitas, aludiendo a algo que yo le había comentado. Los faxes y algunas llamadas iban y venían. No pasó mucho tiempo para que acordáramos vernos de nuevo, nos dimos cita en el área de revistas del Sanborn’s Vallarta (clásico de clásicos por entonces). De momento, nerviosa y distraída como siempre, no daba con el sujeto, mas él sí dio conmigo y entonces me llevé una tremenda sorpresa: en lugar de la gorrita tenía una cabellera semi-rizada y absolutamente esponjada que prácticamente duplicaba la circunferencia de su cabeza. Mi mente no pudo procesar tal look y sin quererlo lo cambié de la clasificación de intelectual-interesante a intelectual… no, la verdad es que no encontré calificativos.
Hubiera sido tan simple decirle la verdad, incluso nos hubiéramos reído. En cambio, me porté como el estereotipo odioso, de mujeres que “prenden el boiler y no se bañan” (perdonen la ordinaria expresión). El chico reforzó sus esfuerzos, vía fax e invitaciones, que yo aceptaba únicamente si era a lugares con poca luz o poca concurrencia. No quería encontrarme a nadie, pero sabemos que eso es poco menos que imposible en esta ciudad, así que no faltó el día en que, estando con él, me topara con mis compañeros de la facultad. Con su sadismo acostumbrado estos sujetos no dejaron pasar el suceso y lo apodaron “cabeza de micrófono”. Pero no viene de ahí la M. Un día pasó por mí a casa y me dio una macetita con una planta muy mona. Me gusto el detalle (por original), pero no lo disfruté ya que sentía en la espalda la mirada severa de mi madre y hermano. Éste último se regodeó por algún tiempo con la historia del Macetero, añadiendo el detalle de que con mi mamá estaba una tía y ambas se asustaron tanto de verlo que hicieron un gesto semejante al famoso grito de Munch.
Yo era joven e inmadura. Ahora ya no me fijo en el cabello, sino en el dedo anular de la mano izquierda (que no haya rastro de argolla) o si trabajan y les gusta hacerlo... quién sabe si a la larga esos detalles también me parezcan irrelevantes.
Publicado en el diario el 25 de septiembre de 2009