(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
Eso parece, lo sé, pero no es mi culpa. Es que en verdad esos animales me salieron canijos. Cuando vi al cachorrito, con su pelo suavecito y orejas largas, vino a mí una maravillosa escena: un perro leal, apacible, acompañándome a todas partes, echado a mis pies mientras yo escribía, o afuera del salón de clases esperándome. Tiempo después supe que la ansiedad por tener una mascota era frecuente en quienes han sufrido una separación... Fue toda una aventura la primera noche con mi perrito, pero sus insomne ansiedad por jugar en nada se comparó con su posterior hiperquinesia, afán destructor y su notable obsesión por jugar a la pelota… ah y para colmo, según el veterinario era un “macho dominante”, de ahí que orinaba cualquier objeto o visitante que entrara por primera vez a la casa.
Con el paso del tiempo nos fuimos aceptando tal cual éramos, él como ya lo describí y yo con mis dobles turnos laborales (otra de las consecuencias de una separación). Aquello de que se convirtiera en perrito faldero nomás no se pudo y cada vez me pareció más triste que estuviera solo todo el día, por ello, cuando anunciaron en la radio que habría una feria de adopción de mascotas, acudí de inmediato para buscarle un hermanito. En verdad tenía en mente adquirir un perro chiquito, que se acurrucaría en mis piernas y juntos miraríamos al primero dando sus eternas vueltas con la pelota. Pero ese día de la feria, me ganó el sueño y cuando llegué era tan tarde, que ya no quedaban perros pequeños. Había uno, de mediana estatura pero flacuchón, con orejas despeinadas como escobilleta y que ladraba bajito pero constante. “Pobrecito, está estresado”, pensé y me lo llevé a casa sin sospechar que o era el ser más susceptible al estrés en esta urbe o para él ladrar es un deporte.
Para muchos puede carecer de sentido el dedicarles tiempo para sacarlos a pasear. La verdad es que es algo placentero, para los animales lo es todavía más y suelen anticipar su alegría ante la más mínima sospecha de que saldrán a la calle. En mi caso, al principio la actividad transcurría sin mayores irregularidades, salvo la vergüenza de que los recién hermanados perros caminaran sin garbo alguno y chocaran entre sí. Todo cambió el día en que un accidente automovilístico me lesionó las cervicales y entonces yo no aguanté más el jalón de las correas. Después de algunos días de sentir la presión de sus perrunas miradas, pensé que era mejor tomar el riesgo y adiestrarlos a andar sin correa. Fue ahí, donde comencé a parecer justamente eso, una loca pegándole de gritos a un par de desobedientes bolas de pelo… Después incidentes menores, como encontronazos con carros circulando (de los que salieron por suerte ilesos), mucha paciencia para entrenarlos a que se detuvieran antes de cruzar la calle, avanzaran o dieran vuelta, mis perros y yo paseamos de nuevo. Pero sí, es todo un espectáculo.
La clave del paseo perruno es que sea rutinario, también es una manera de conocer a los vecinos. Recuerdo sobre todo, al señor del taller mecánico con quien me detenía a platicar un poco. Lamentablemente por esos días, en mi trabajo, me invitaron a participar en una mesa de discusión un programa televisivo universitario, de esos que transmiten en horarios extraños y por eso uno supone que nadie ve. Pero mi amigo el mecánico sí lo hizo, desde entonces me habló de “usted” y yo cambié de ruta: una cosa es ser la-loca-de-los-perros y otra ser también la-maestra-que-sale-en-la-tele-y-educa-alumnos.
Publicado en el diario el 19 de febrero de 2010