(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
Al menos ya pasó lo peor. Por ahora. Los primeros días de clases. Mi mala memoria no me ayuda a prevenir a que cada semestre me angustiaré de la misma manera. Podrán decir que es perfeccionismo, pero en verdad no lo es, simplemente no puedo concebir la escena de pararme ahí ante el grupo sin la menor idea de qué tratará la clase, por eso hago programas en donde sesión por sesión se establecen los temas. Me pregunto cómo lo hacen los demás. Dicen que ser profesor es una labor solitaria porque está uno ahí con el grupo sin saber si está haciéndolo bien. Además el sistema educativo público, en términos reales no nos evalúa o si lo hace no hay consecuencias. Por eso hay profesores que llegan a improvisar, a sacar sus frustraciones personales, a extorsionar a los chavos, o que simplemente no van.
La segunda angustia es pueril. Pánico escénico. Me imagino entrando al salón de clases donde alumnos-robot me juzgan y descubren al instante todos mis errores. Con sus preguntas sagaces hacen que mi cerebro busque sin éxito la información en los archivos más recónditos, mientras me lamento por no haber puesto atención o entrado a la clase o leído el libro donde debí aprenderlo. En la pesadilla, yo trato de improvisar, pero ellos no se inmutan, preguntan más y más, hasta que no me queda otra que disculparme y retirarme del aula. Por suerte eso jamás ha ocurrido, en cuanto los veo y nos saludamos, el miedo desaparece. A la larga algunos de ellos serán mis becarios, o mejor aún, colegas y amigos.
La tercera angustia es la peor de todas. Ya en clase, acostumbro a hacer pausas para hacerlos participar, por lo general hago preguntas muy elemental u obvias. No sé si falla mi percepción, pero cada semestre los alumnos saben menos. Lo peor es intentar leer lo que redactan. Antes les pedía trabajos de investigación, no tenía sentido porque ya es práctica común bajar trozos completos de Internet, el famoso copy&paste. Ahora les hago exámenes y no me queda de otra que horrorizarme, no digamos por las faltas de ortografía, sino por la incongruencia y a veces notoria incapacidad de ligar dos ideas. Les parecerá mounstroso lo que voy a decirles: hace ya un rato me di por vencida en cuanto a corregirlos; los califico y punto. Discúlpenme, supera mi capacidad. Sus errores son estructurales, vienen no sólo desde la primaria sino incluso de una ignorancia colectiva.
Lamentablemente me toca estar al final del tubo, en el nivel universitario, soy copartícipe del egreso de profesionistas... de papel. Como la médico que me atendió en el área de urgencias de un hospital según esto nice, la chica no tenía ni idea de cómo explorarme. Me había pasado un taxi encima del pié (quien, por cierto, ignoraba el para qué de las rayas amarillas y creía que al tener el “siga” podía dar vuelta a toda velocidad sin fijarse). La doctora no podía explicarme si tenía un esguince o no, a falta de palabras hacía gestos con las manos ilustrando el tirón que yo había sufrido. Yo me porté como una paciente-robot y con base en preguntas específicas e incisivas logré que admitiera que no sabía y que se fuera a hablarle a otro médico, el cual regresó y, usándome de ejemplo, le dio una lección de cómo hacer la exploración y cuál era el diagnóstico.
Los primeros días del ciclo escolar son para mi siempre así. Para colmo, las noticias me refuerzan la cuarta angustia: que la ignorancia se va convirtiendo en la epidemia del país.
Publicado el 28 de agosto de 2009