Refiere mi amiga que cada vez que escuchaba esa frase (“la alegría de la casa”) ella asociaba inmediatamente la idea con la chava que iba periódicamente a la casa a hacer el aseo; gracias a ella, por ejemplo, mi amiga podía jugar, salir con los amigos, es decir lo que en su hogar solían llamar “güevonear”.
Hace poco tuve la oportunidad de salir de Guanatos el fin de semana y me hospedé en la casa de un amigo. Estaba un poco apenada, como siempre que uno va a casas ajenas, y traté de tener, como decía mi madre, un comportamiento modesto. Recién llegamos al depa me pidió que procurara conservar mis cosas juntas, luego se mostró apenado, “oye, no vayas a creer que soy mala onda, lo que pasa es que la señora que me viene al quehacer es muy especial, ella no entendería que son tus cosas y las acomodaría con la lógica más extraña mimetizándolas con mis cosas… es que no sabes… la de cosas que me ha hecho”.
Gracias a que me hizo ese comentario no me sorprendió en lo absoluto cuando llegué en la noche y tardé más de 20 minutos en encontrar mi maleta. De hecho, me causó inmensa alegría encontrarla cerrada y con todo adentro, lo que significaba que era mi amigo quien la había escondido y no había sido víctima de la mimetización de los objetos…
Lo entendí perfectamente. En una temporada de mi vida, la alegría de la casa sólo me duraba menos de una hora: el tiempo de entrar al hogar percibir el aroma a fabuloso-brisa-de-mar y la hermosa vista panorámica de una cocina sin trastes sucios. Pero después… lo que uno percibía era que todo era sospechosamente parecido pero definitivamente diferente. Entonces la que se mimetizaba pero en un Hulk era yo: “¡¿Dónde habrá dejado… (el cepillo de dientes, la botella de agua, la bolsa de la lavandería, las correas de los perros, etcétera)?! Si yo fuera ella ¿qué pensaría que es el rebanador del queso?”. Después de tales divagaciones comenzaba a sacar rabiosamente todos objetos de los cajones para encontrar mi pijama, o lo que fuera… y entonces la casa siempre estaba desordenada.
Volvamos a mi viaje de fin de semana. Acepté la propuesta de mi amigo de ir a un poblado cercano, a la casa de sus padres, bueno, de su padre, porque su madre había muerto hacía unos meses, me explicó. “Ella era la de la vida social, todos la conocían y querían, tenía tantos ahijados… y mi papá era más hosco. Pero ahora que ella murió siente que tiene qué llenar ese hueco, por eso se esfuerza mucho en tratar muy bien a los invitados”, también me explicó a guisa de disculpa al día siguiente cuando el señor me ofreció gentilmente para desayunar papaya picada, leche, café, tacos de relleno (tradicional de Guerrero), pan de dulce, etcétera.
La versión del padre fue un poco diferente: “Ella murió hace poco y entonces viene una señora que deja todo listo, cocina muy bien, pero el fin de semana se lleva unas cosas a vender al puerto, así que no le tocó probar su comida, disculpará las desatenciones”. Honestamente, no tenía por qué disculparse, yo estaba maravillosamente feliz (más que ricitos de oro) por el buen trato, pero sí con un poco de tristeza por el contexto y entonces entendí a mi madre cuando deja entrever su preocupación si ella muriera antes que mi papá… ¿quién lo atendería?
Y entonces vuelvo a las alegrías de la casa, que de repente están ahí completando el código genético de las familias, como doña Fina, que le quitó una preocupación a mi mamá porque le planchaba hasta el último calcetín a mi hermano cuando tuvo que cambiarse de la ciudad por primera vez. O doña Jose, que llegaba tempranísimo a casa de mi amiga (recién enviudada) preparaba al niño y su equipaje y se iban todos juntos a la tienda: mi amiga a atender al público, doña Jose a una oficina en la parte de atrás donde instalaba el “cuarto del bebé”. O aquella a quien una de mis profesoras dedicaba sus publicaciones, porque gracias a ella podía entregarse a la investigación en ciencia política.
O Violeta, ay Violeta… era genial. Todo limpio, guardaba silencio cuando me veía trabajando, iba al súper, hacía de comer, incluso dejaba todo en trastecitos de plástico para que pudiera llevarlo al trabajo. ¡Tiempos felices! Un día sucedió lo que tenía qué suceder: encontró un trabajo menos ingrato, mejor remunerado, más acorde con sus capacidades. Sufrí mucho, lamenté incluso no ser lesbiana para proponerle matrimonio… pero no, no lo soy, además ni su religión ni la legislación lo hubieran permitido.
De todo lo que uno puede pensar de estas mujeres me gusta recordar una frase, es de ese escritor tan famoso… ¿cómo se llama?... permítanme, por aquí tengo el libro… lo dejé aquí anoche… ¿dónde está? … seguro fue Maricruz… ¿dónde lo habrá puesto? ¡Le dije que no moviera nada en mi escritorio!… ¡¡Maricruz!!
Publicado en el diario el 13 de noviembre de 2009