Saturday, April 3, 2010

No somos las Botero

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Sólo una familia mexicana más que aprecia la gastronomía. Cuando mi hermana era pequeña, solía anunciar nuestro arribo a la casa de mis abuelos: “¡¡Ya llegaron los tragones!!”. Aún ahora, cuando vamos a visitarlos, usamos a veces esa frase en vez de saludo. A la salida nos despedimos, subimos al coche y solemos comentar sobre lo indigestos que quedamos por la cena y hacemos un recuento del número de tortillas que cada uno engulló para acompañar los deliciosos frijoles y guisos que van sacando en cazuelitas mi abuela y mi tía hasta ya no poder.

De la niñez recuerdo una anécdota que otra de mis tías solía contarme: había una vez una chica a la que el joven más guapo del pueblo solicitó en matrimonio, se casaron pero no fueron felices, a las pocas semanas el joven fue a devolverla a sus padres porque ella no sabía cocinar. Yo, como era ‘la rebelde’ fingía indiferencia a tales cuentos que claramente buscaban apremiarme a ayudar más en las labores domésticas, pero la verdad es que sí me generaba preocupación. Pero no era sólo por flojera que yo fuera así. La cocina era un territorio celosamente resguardado por mi madre (si acaso asediado por esta otra tía), y yo tenía mucho por estudiar, jugar y leer. No hubiera tenido sentido el meterme en pleitos ajenos para tratar de aprender en ese ritual diario de hacer la comida.

Década y media después, cuando le dije a mi madre que me iba a casar, entre los muchos argumentos disuasorios incluidos en la tradicional perorata fue ése: yo no sabía cocinar, ni era buena para el quehacer; aprovechó también para culpar a la tía consentidora y a sí misma por no haberme inculcado eso y otros valores (morales, supongo). Ya que se le pasó el susto de la noticia, se me ocurrió proponerle algo para salir del atolladero. Aunque yo no sabía cocinar, después de tanto tiempo de rondar por ahí mientras ella lo hacía, conocía el argot, es decir, lo que para ella significaba “sazonador”, “sancochado”, “sofreír”, etc. Así que compré una libreta y pasamos varias horas en las que me dictó las recetas. No hubo tiempo de practicar, eso le preocupaba a mi madre, pero no a mí porque yo confiaba plenamente en el método.

Me consuela saber que mi matrimonio no se acabó por no saber cocinar, sino por muchas otras razones. Con el divorcio se acabó la etapa de andar guisando, sobre todo porque se fue el destinatario principal, pero también yo ya estaba a la moda, o sea, a dieta. Si armáramos un álbum fotográfico de la familia, desde entonces a la fecha, y lo pasáramos a toda velocidad, mis primas, hermana y yo pareceríamos un concierto de globos inflándose y desinflándose a diferentes ritmos. En los últimos tiempos, no sé si es porque estamos próximas los cuarenta, pero cada una tomó fuertes decisiones. Mi hermana, con su voluntad férrea que tanto admiro, se deshizo de algunos kilitos. Una de mis primas declaró “verme bien es lo que necesito como incentivo para moderar el apetito” y se hizo la lipo. Y yo simplemente decidí eliminar de mi vida dos cosas: las angustiosas dietas y las incómodas indigestiones.

Por ahora, no somos las Botero. El problema está ahora en las tías, pero sobre todo en la abuela, quien nos salió con diabetes y esto de explicarle las calorías y combinaciones adecuadas de alimentos nos ha resultado complicado. Pero por lo pronto a mí, me llegó la reivindicación. Ahora resulta que le yo, la ‘rebelde’ que menos ha cocinado, le enseñó una receta de panquecillos de salvado. Comida rápida y en microondas, pero receta al fin.

Publicado en el diario el 26 de marzo de 2010

Monday, March 29, 2010

El segundo siguiente

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

“Donde pasa peatón, paso yo”, era el lema de B cuando en una bocacalle era imposible ver si venía otro coche. Lo que no se le ocurrió jamás era que también podían existir peatones distraídos, estúpidos o suicidas. Jamás sabría cuál de estas tres era situación de aquel a quien vio en la mañana lanzarse a atravesar la calle que sí llevaba preferencia. Registró en automático que el peatón bajó de la banqueta y avanzó con paso confiado, así que B también pisó el acelerador y no tuvo ni tiempo de darse cuenta de qué auto los embistió, ni mucho menos del rostro del transeúnte. Tiempo después, ya en el hospital, supo que había muerto.

Conforme pasaron las semanas y el dolor se hizo medianamente tolerable, B pudo pensar con más claridad. Trataba de distraerse escuchando el tráfico que, pese a estar internado en el piso 7, le llegaba de afuera. Entonces repasaba la rutina que, de no ser por estar hospitalizado, tendría en esos momentos. La alarma del celular sonaba a las 6:06, le ponía “silencio”, luego volvía a sonar a las 6:15, entonces se levantaba, se bañaba y tomaba café con pan de dulce. Debía salir de la cochera a más tardar a las 7:05. Si lo hacía después, le tocaba el tráfico de los que entran a las 8 y llegaba tarde al checador. Muchas veces, ya en el trabajo buscaba en el google-maps las callecitas aledañas y diseñaba mentalmente rutas alternas. Y es que en verdad odiaba la media hora que transcurría a vuelta de rueda entre frenones y claxons sobre Enrique Díaz. Lo que menos soportaba era que los autos quedaran a mitad de calle, porque no preveían el semáforo en rojo.

Los días en que amanecía con paciencia, B trataba de concentrarse en el noticiero de la radio u observaba los pasajeros de los autos que venían a contramano. Si venía sólo el conductor trataba de encontrar alguno que fuera cantando, o contaba cuántos hablaban al celular o cuantos se rascaban la nariz. Si eran familias, se fijaba que hablaran entre sí, o si los niños iban peleando. Pero sobre todo, contaba cuántos coches igualitos al suyo veía pasar. En alguno de ellos, pensaba, había alguien con los mismos gustos que B, pero que vivía en el norte y trabajaba en el sur. Seguramente B y esa persona se encontraban a diario entre La Paz e Hidalgo, a eso de las 7:30 y acaso alguna vez cruzaron sus miradas de fastidio.

Ese día en que su rutina quedó interrumpida con tal violencia, no fue por impaciencia. El tráfico parecía aún más lento que de costumbre y a B se le ocurrió que podría cronometrar la última ruta alterna que había construido en el google-maps. Así, a las 7:43 de ese miércoles, se desvió de Enrique Díaz, tomó una paralela, confió en el peatón para atravesar Juan Álvarez y en el segundo siguiente tenía sed porque se recuperaba de la anestesia. Luego fueron desfilando ante él diversos rostros: algunos sin expresión que le hacían curaciones y preguntas, y otros de angustia y lástima, que trataban de consolarlo y que desviaban la mirada en cuanto podían. Como en serpientes y escaleras, regresaría al inicio de todo, es decir, debería re-aprender funciones básicas como caminar y reconocerse a sí mismo, entre muchas otras. “Gracias a Dios estás vivo… y completo”, le decían y B se quedaba callado. No tenía ánimos de discutir.

El día que lo dieron de alta, sabía que abajo en Urgencias, había alguien esperando la cama que desocupaba… tal vez alguno otro automovilista con el que alguna vez se había cruzado.

Publicado en el diario el 19 de marzo de 2010