(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
Sólo una familia mexicana más que aprecia la gastronomía. Cuando mi hermana era pequeña, solía anunciar nuestro arribo a la casa de mis abuelos: “¡¡Ya llegaron los tragones!!”. Aún ahora, cuando vamos a visitarlos, usamos a veces esa frase en vez de saludo. A la salida nos despedimos, subimos al coche y solemos comentar sobre lo indigestos que quedamos por la cena y hacemos un recuento del número de tortillas que cada uno engulló para acompañar los deliciosos frijoles y guisos que van sacando en cazuelitas mi abuela y mi tía hasta ya no poder.
De la niñez recuerdo una anécdota que otra de mis tías solía contarme: había una vez una chica a la que el joven más guapo del pueblo solicitó en matrimonio, se casaron pero no fueron felices, a las pocas semanas el joven fue a devolverla a sus padres porque ella no sabía cocinar. Yo, como era ‘la rebelde’ fingía indiferencia a tales cuentos que claramente buscaban apremiarme a ayudar más en las labores domésticas, pero la verdad es que sí me generaba preocupación. Pero no era sólo por flojera que yo fuera así. La cocina era un territorio celosamente resguardado por mi madre (si acaso asediado por esta otra tía), y yo tenía mucho por estudiar, jugar y leer. No hubiera tenido sentido el meterme en pleitos ajenos para tratar de aprender en ese ritual diario de hacer la comida.
Década y media después, cuando le dije a mi madre que me iba a casar, entre los muchos argumentos disuasorios incluidos en la tradicional perorata fue ése: yo no sabía cocinar, ni era buena para el quehacer; aprovechó también para culpar a la tía consentidora y a sí misma por no haberme inculcado eso y otros valores (morales, supongo). Ya que se le pasó el susto de la noticia, se me ocurrió proponerle algo para salir del atolladero. Aunque yo no sabía cocinar, después de tanto tiempo de rondar por ahí mientras ella lo hacía, conocía el argot, es decir, lo que para ella significaba “sazonador”, “sancochado”, “sofreír”, etc. Así que compré una libreta y pasamos varias horas en las que me dictó las recetas. No hubo tiempo de practicar, eso le preocupaba a mi madre, pero no a mí porque yo confiaba plenamente en el método.
Me consuela saber que mi matrimonio no se acabó por no saber cocinar, sino por muchas otras razones. Con el divorcio se acabó la etapa de andar guisando, sobre todo porque se fue el destinatario principal, pero también yo ya estaba a la moda, o sea, a dieta. Si armáramos un álbum fotográfico de la familia, desde entonces a la fecha, y lo pasáramos a toda velocidad, mis primas, hermana y yo pareceríamos un concierto de globos inflándose y desinflándose a diferentes ritmos. En los últimos tiempos, no sé si es porque estamos próximas los cuarenta, pero cada una tomó fuertes decisiones. Mi hermana, con su voluntad férrea que tanto admiro, se deshizo de algunos kilitos. Una de mis primas declaró “verme bien es lo que necesito como incentivo para moderar el apetito” y se hizo la lipo. Y yo simplemente decidí eliminar de mi vida dos cosas: las angustiosas dietas y las incómodas indigestiones.
Por ahora, no somos las Botero. El problema está ahora en las tías, pero sobre todo en la abuela, quien nos salió con diabetes y esto de explicarle las calorías y combinaciones adecuadas de alimentos nos ha resultado complicado. Pero por lo pronto a mí, me llegó la reivindicación. Ahora resulta que le yo, la ‘rebelde’ que menos ha cocinado, le enseñó una receta de panquecillos de salvado. Comida rápida y en microondas, pero receta al fin.
Publicado en el diario el 26 de marzo de 2010