(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
En un pueblo vivía un hombre que sabía mucho de medicina, había estudiado algo, y todos lo consultaban. Tenía buena reputación. Un día llegó de la ciudad un joven médico, recién titulado. Uno y otro se cruzaban a veces en la plaza y el joven solía decirle al lugareño: “Adiós, médico sin título”. El otro respondía: “Adiós, título sin médico”.
E sonríe cuando escucha esta historia, es porque le recuerda a sí misma. Uno de sus anhelos es haber estudiado medicina. En cuanto tuvo edad suficiente para pasar desapercibida en el hospital cercano a su casa, E a escondidas recogía las charolas de comida que ya habían desocupado los enfermos y las ponía en lo carritos. Cuando las enfermeras descubrían que las había ayudado no podían dejar de reprenderla por un lado pero también agradecérselo. Con el paso del tiempo no era sólo eso, sino que fue aprendiendo la profesión. Fue así como ingresó a trabajar ya como enfermera. Dice que sus desajustes de sueño comenzaron en aquella época, porque tomaba siempre los turnos nocturnos. A diferencia de sus compañeras y residentes, ella no dormitaba ni un segundo. Fue su constancia y responsabilidad la que sin duda la llevaron a ser jefa de enfermeras en su piso del hospital.
De esta época E guarda buenos recuerdos. Constató, una y otra vez, la mala memoria de las parturientas, quienes juran durante el alumbramiento no volver a embarazarse, pero que se las ve de nuevo al año siguiente, a punto de dar a luz. También le tocó atender a un borracho que por su propio pie se bajó de la camilla de la ambulancia, echando a todos las peores maldiciones y deteniéndose con las manos las tripas que le asomaban por la herida del abdomen. También que ella era la única que se atrevía a atender al hombre quemado, víctima de un terrible accidente laboral, cayó en el chapopote caliente de los pavimentos.
Sin embargo, no fue en el hospital donde E atendió su caso más importante. Un día le llegó el amor y consiguientemente el matrimonio, fue así como dejó el nosocomio y su cofia de jefa, para irse con él a una población rural; el mismo lugar donde él, como médico, había hecho su servicio social. En realidad resultó ser no tanto una población sino una aldea en condiciones tremendamente precarias, en una costa al sur del país. En pocos meses E se adaptó a su nueva vida, juntó un grupo de señoras a quienes enseñó primeros auxilios y los principios de enfermería y también ayudaba a su marido con la consulta. “Médica”, le decían algunos. Una noche, justo cuando su esposo había enfermado, fue a buscarla un hombre desesperado para suplicarle que atendiera el parto de su mujer, de manera urgente. Con la escasa luz de una velas y lo poco que en la choza había, E sacó al producto (así se le llama al recién nacido en el argot médico). El movimiento de una pinza reventó una arteria de la madre y la sangre brotó con fuerza. Estuvo al borde de la muerte, refiere E, cuando lo dice se le nota la angustia de lo vivido pero también el orgullo de haberlos salvado. El hombre, como agradecimiento y pago por sus servicios, le dio cuantas paletas de hielo se le antojaran a E y su marido, a eso se dedicaba, no tenía más recursos.
El 6 de enero es el día de las enfermeras. Demasiado pegado a los festejos del fin de año… Pero ya que ellas no tienen empacho en levantarse a medianoche, cualquier día es bueno para reconocerles su labor.
Publicado en el diario el 9 de enero de 2010