Pensé que por ser septiembre podría hablar un poco de la patria. No en el sentido aquel de “banderita, banderita, banderita tricolor…” Lo que me pregunté era qué podía significar ahora ser mexicanos, la patria pues. Me quedé en blanco. Sin duda, del mismo color pondría un pez los ojos si le pidieran que definiera “agua”. No pude cambiar de tema, tal vez por el bombardeo publicitario, la selección nacional en su búsqueda de participar del mundial o los continuos spots del presidente (¿quién iba a decir en lo que se convertiría aquel ritual que nos estropeo los primeros de septiembre de nuestra infancia?). O porque olvidando un poco los granadazos michoacanos, gran parte de nosotros iremos a festejar la noche del 15 y haremos gala de algo que sin duda es parte de la identidad nacional: la exuberante y excesiva gastronomía, que a veces parece ser el centro y finalidad de cualquier reunión. Pero, el sentido de “nación” no puede limitarse a un día del año.
No me atrevo a dar una respuesta, pero pienso en quién sí podría tenerla: los que se fueron, aquellos a quienes aquel estribillo de “si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido…” les hace sentido e incluso llorar. Los migrantes, quienes cada que pueden regresan de visita y en una larga travesía llegan a sus pueblos de origen, cargados de maletas de ropa y souvenirs que compraron de a kilo en los outlets y yardas norteamericanas, lo que reparten a los parientes que se quedaron por acá. ¿Cómo ven al país cuando vuelven los paisanos? Conozco familias que, al venir, parecen no ver al México que los echó (el país que no les dio condiciones de vida o no les ofreció futuro), por el contrario, suelen hablar bien del “progreso” del país, sonreír cuando ven alguna franquicia transnacional e interpretarlo como una mejora en la calidad de vida. Pero no vienen de vacaciones a visitar la modernidad, lo que buscan es un poco del México que dejaron, los lugares típicos, la música ranchera, una tarde en la plaza del pueblo, y por supuesto, pasar revista a viejos amigos: un país a blanco y negro, de película de Pedro Infante.
En muchos sentidos es irónico que los que se fueron amen y entiendan a la patria más que los que nos quedamos. Porque la primera generación de migrantes acaba no siendo ni de aquí ni de allá y la vida sólo les va a alcanzar para heredarles a los hijos un poco de nostalgia y un español a la larga pocho. Porque no tan fácilmente dejan de cumplir la promesa de mandar una parte de su salario al país, con la esperanza que los se quedaron vivan mejor, o estudien, o se compren una propiedad y todo eso pocas veces ocurre.
Para colmo, ellos migraron a un país cuyos ciudadanos de manera espontánea (no sólo un mes al año) cuelgan banderas por doquier. Además de nacionalistas, los vecinos del Norte presumen ser fraternos, lo que tal vez nuestros connacionales perciban al principio como falso, pero a lo que se van acostumbrando conforme le van viendo los resultados. Es la peor de las ironías, porque, aunque nos digamos lo contrario, somos la sociedad en donde nos timamos unos a otros, en donde un mexicano le cobra a otro una cantidad exorbitante por pasarlo ilegalmente la frontera y lo deja a mitad del desierto ¡de este lado del río Bravo! Un país en donde para ser rico hay que venderle a los pobres a precio de oro en abonitos. Es septiembre y uno de los peores en mucho tiempo, pero si queremos hacer patria… podríamos ensayarle un poquito la autocrítica o mejor aún, a ser solidarios, pero de a neta.
(Publicado el11 de septiembre de 2009)