(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
Cuando tenía veintitantos, pensaba poco en el futuro y cuando lo hacía, sólo vislumbraba hasta los 35. De ahí en adelante, todo se difuminaba; el número “40” parecía no existir. Algo así como los europeos de antaño que miraban al horizonte y creían que el mundo era plano y América no existía. ¿Y cómo no iba a pensar así? A los 25 mi madre ya me tenía dos hijas, a la misma edad mi abuela tal vez el doble y mi bisabuela, como diría Porrúa, ¡sepan cuántos!
Perdonen ustedes, me fui muy rápido. Me regreso usando datos que me dieron en un curso, tomados de textos de Eduardo Arriaga y del Centro Latinoamericano de Demografía. En 1900, mi bisuabuela materna y mi abuelo paterno tenía 7 y 10 años y la esperanza de vida al nacer en México era de aproximadamente 25 años. Eso explica por qué ni de chiste conocí al bisabuelo y la bisabuela y abuelo fueron un caso raro (vivieron cerca de 90). Mis abuelos maternos son de por ahí de 1930, cuando la esperanza de vida aumentó a 35 años; igual agradezco la suerte de que ellos sean outlayers y aún estén con vida. Para 1940, la categoría más cercana a mis padres, la esperanza de vida era de 39. En los 70, cuando mis hermanos y yo nacimos, los avances de la ciencia y el desarrollo hicieron que la esperanza de vida fuera significativamente más alta: de 62 años. Para 2005, se considera que los mexicanos tenemos una expectativa de vivir 73 promedio (en los países más desarrollados se aproxima a los 80).
Lo que mi subconsciente veinteañero creyó el ocaso de la vida, es más bien la mitad. Con algunas bajas y excepciones, en mi generación somos relativamente sanos, activos y, qué placer decirlo, aún jóvenes. Además, la revolución tecnológica nos mete en ese ánimo de innovación y, por suerte, somos del estrato con poder adquisitivo, podemos ser de los primeros en comprar los juguetitos nuevos. Tal vez esta sensación de euforia explique por qué algunos amigos tienen el síndrome de Peter Pan. Metieron reversa: se regresaron a las borracheras, vida sin compromisos y líos que teníamos hace 15 años. Con uno de ellos tengo simpáticas e interminables discusiones: él no entiende a qué me refiero cuando digo “proyecto de vida” y que me preocupa el futuro; yo no entiendo su afán de ir a tomar cervezas varias veces entresemana y que reunirse en grupos grandes de amigos ocupe el primer lugar en su agenda.
Para quienes el país-de-nunca-jamás no nos parece tan divertido, nos enfrentamos a una serie de preguntas, sin tener realmente referencias de cómo se vive una vida larga. O bueno, sí tenemos. Los mayores (“adultos en plenitud”, ya no sabemos cómo llamarlos), también están maravillados con las novedades del siglo, más aún si gozan de buena salud. ¿Qué habría hecho Matusalen con Internet, un automóvil cómodo y muchas millas acumuladas? ¡Reinventarse! Eso hacen muchos de ellos. Pienso en los famosos, como Caetano que ahora es rockero, pero también en ejemplos cercanos, mis seres queridos: mi amigo de 70 que se animó a salir del continente y pasar unos meses en Filipinas o mi padre que recién se compró una bicicleta.
¿Y yo? Entre Peter Pan y Matusalén, prefiero a Colón. Aún estoy en edad de cambiar de vida y explorar nuevos mundos con visa de estudiante de posgrado y gracias a algunos mecenas (ahora se les llama organizaciones sociales a favor de la movilidad académica). Ésa es, mis queridos lectores, la razón por la cual esta columna está llegando a sus últimas colaboraciones: para hacer bien las maletas y vislumbrar los nuevos proyectos.
Publicado en el diario el 9 de abril de 2010