(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
Para quienes nos aproximamos a cierta edad y seguimos libres de compromisos, o sea de hijos, cuesta no deja de ser admirable que nuestros amigos que sí son padres utilizan una parte sustancial de su tiempo, energía y finanzas en sus pequeños (y grandes pesares). Eso puede explicar esa mirada, de mezcladas emociones, que nos dirigen cuando solemos comentar sobre la película de moda o el triunfo de haber conseguido un buen boleto para algún concierto por venir. “La última película que vi fue la de Fuerza G”, dijo una de mis amigas, “¡Y tres veces!” acotó su sonriente hijito.
La venganza de ellos tarde que temprano llega, y lo hace en una colorida tarjeta que indica que alguno de los hijos de los amigos cumplió o cumplirá años, que la fiesta es mucho antes de las 6 pm y que habrá sándwiches y tacos al vapor para los adultos. Así fue como, previa aspirina, llegué a la última fiesta infantil y deposité en el cerro de paquetitos bien envueltos, el regalo que tanto trabajo me costó comprar, dado ese ánimo enfadoso de querer ser original (ok, fue porque no estoy muy al tanto de los juguetes de moda). Los amigos fueron llegando, sus hijos se integraron a la algarabía de los otros infantes y entonces pudimos conversar un poco. Más bien, lo intentamos… me fui dando cuenta que les costaba trabajo mantener la atención porque estaban con un ojo al gato y otro al garabato.
Pensé en las fiestas familiares de mi infancia. Mis primos, mi hermano y yo nos salíamos a la calle y hacíamos alguna que otra vagancia, o bien, nos íbamos a la construcción de al lado a jugar con tabiques. Pobre de mi sobrino, quién le manda a nacer en la era de los hijos únicos, no podrá vivir ese tipo de experiencias; aunque pensándolo bien, ni aun cuando tuviera primos sus padres no lo dejarían andar sin la supervisión de un adulto… Divagando en eso fue como se me ocurrió que podía aprovechar la fiesta para hacer una encuesta a los padres ahí presentes. El estudio, elaborado sin el menor rigor metodológico, consistió en dos preguntas: 1) ¿cuándo eras niñ@ te mandaban sol@ a la calle a hacer algún mandado? y 2) ¿tú mandas a tus hijos a hacer algún mandado, digamos, por las tortillas?
A la primera pregunta, la totalidad de padres y madres contestaron en sentido afirmativo. Muchos de ellos narraron sus aventuras, de las que deduje que no sólo iban por las tortillas sino que se salían a jugar por ahí. Uno de ellos me mostró una gran cicatriz que se hizo cuando, al salir en bicicleta a toda velocidad, no advirtió que un carro que se aproximaba.
La segunda pregunta también tuvo unanimidad, pero ahí el tono de la respuesta cambió de nostálgico a enérgico: “¡claro, que no!”. Ello me dio lugar a añadir una tercera pregunta: ¿por qué? Algunos quisieron salirse por la tangente: que no consumían tortillas (o la compraban en walmart). Hubo quienes alegaron que ellos habían crecido en pueblitos y las ciudades son más peligrosas. Otro padre, bien sincerote, dijo: “¡precisamente, porque yo sé lo que hacía de niño en la calle!”.
Al parecer, la libertad de los chamacos se restringe al perímetro visual de sus progenitores. El último entrevistado, tratando de que no lo escuchara su esposa, confesó que ha estado a punto de permitir que su hija se vaya al catecismo caminando sola, porque está a dos cuadras de su casa y podría monitorearla desde lejos… luego desiste, total, puede esperar unos añitos más, ya que tenga 15.
Publicado en el diario el 5 de febrero de 2010