(Publicado en Ocio, Público. Milenio, 14 de agosto de 2009)
Contaba un señor de cierta edad que cuando él era adolescente un día se armó un alboroto en su pequeño pueblo. Se propagó el rumor de que en la punta de un cerro cercano, un joven estaba siendo tragado por la tierra, en castigo no sé si por retar a Dios, o peor aún, por desobedecer a sus padres. Todos los habitantes del lugar quisieron ser testigos del suceso, así que se desafanaron como pudieron de sus actividades para ir corriendo al lugar. En el camino su curiosidad era incrementada por quienes ya venían de regreso y narraban lo que habían visto: “ya va por la cintura”, “entre más se intenta jalarlo, más rápido se hunde” “¡córrele antes de que desaparezca!”. El señor que me contó esta historia, dijo que al llegar a la cima no cabía en sí de asombro porque efectivamente presenció algo extraordinario: una tremenda tomadura de pelo, nada más. Conforme la gente llegaba sofocada y descubría la verdad, no les quedaba más que reírse un poco, tomar aire, emprender el regreso y, para no sentirse tan mal, animar a quienes apenas iban para que concluyeran la travesía.
Algo así pensé que podía pasarle a G. Hace varios días, nos confesó su intención de tomarse una foto con el presidente Obama. Primero pensamos que bromeaba, por eso otro comentó que en su grupo semanal de dominó habían pensado en invitarlo a una partidita, no solían incluir a ajenos, pero tratándose de Obama harían la excepción. G se ofendió: “tengo fotos con varios artistas, ¿por qué con él no?”. Bueno, tal vez sea que la visita de los famosos nos pone susceptibles. Como aquella vez que cenábamos unos tacos árabes y a un amigo le entró una llamada de alguien que conocía a alguien (ambos de fiar, gente muy seria) quien trabajaba en el área de seguridad del aeropuerto. Esta persona se enteró de que Madona iría de incógnito a un festival en Puerto Vallarta y aterrizaría, en la mañana del día siguiente, en nuestro bendito y siempre renovado aeropuerto internacional Miguel Hidalgo. Durante un rato estuvimos deliberando si creerlo, pero sobre todo si debíamos avisar al buen P, fanático fiel de la diva y quien hubiera sido feliz con tan sólo mirarla desde medio kilómetro de distancia. Si el rumor era cierto y no le avisábamos, nos odiaría por siempre, así que no tuvimos empacho en despertarlo aunque fuera ya una hora inapropiada.
Ejemplos de ingenuidad colectiva sobran, basta mencionar a quienes han pagado miles de dólares creyendo que compraban la torre Eiffel. Pero no hay peor burla que aquella que proviene de la figura de autoridad. El año pasado, nuestro gobierno difundió que caería una tromba catastrófica. La noticia corrió como polvorín, por cauces insospechados para una ciudad con fama de apática y poco informada. La gran mayoría hizo entonces compras de pánico, suspendió actividades y el anunciado día se encerró a rezar el rosario. Otros poquísimos salimos a disfrutar las vialidades vacías y un cielo maravillosamente soleado. Una querida amiga se quedó con un banquete casi completo, porque fue justo el día que había decidido festejar su cumpleaños por primera vez en grande.
Tengo una hipótesis acerca de por qué los seres humanos somos menos racionales cuando actuamos como colectividad. Se las explicaría con gusto, pero tengo un poco de prisa: sabrán ustedes que por suerte recibí un mail, de un abogado de Burkina Faso quien busca herederos para un misterioso y sin descendencia millonario que acaba de fallecer. Basta con que envíe unos datos bancarios lo más pronto posible y ¡listo, se me acabarán las pobrezas!
Sunday, August 23, 2009
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