(Publicado en Ocio, Público, Milenio, 7 de agosto de 2009)
De todos los profes, JM era de los más temidos, no porque tuviera el látigo en la mano, simplemente porque el hombre es tres cuartas partes intelecto y el resto sarcasmo. En serio, al conversar con él, parece no existir su ser físico o emocional, sino únicamente su veloz razonamiento. Afuera del aula, esa personalidad fascinante, incluso encantadora, anima a los egresados a que, en los momentos cruciales de la vida, busquemos su “tutoría”.
En la última ocasión, no tuve tiempo de solicitarle con anticipación la cita, sólo llegué así. Aunque estaba muy ocupado, generosamente dijo que podía dedicarme la hora de comer. Me sorprendieron las nuevas instalaciones del comedor universitario (¿por qué nunca me tocan las comodidades?). El ambiente era el mismo que conocí en mi época y eso me puso aún más de buenas. Una vez que escuché los buenos consejos del profesor J, como postre, decidí provocarlo contándole que había conocido un nigeriano, a quien su sistema legal y religioso le permite tener hasta 4 esposas, en tanto pueda mantenerlas. Le narré también la cara de indignación de casi todas las mujeres occidentales que lo escuchamos (más aún aquella a quien con picardía, le dijo que él aún tenía 3 vacantes). Lo que yo cuestionaba era si tenía cabida el asombro en nuestra realidad: la poligamia es bien vista por el machismo mexicano, con la desventaja de que aquello de la manutención no siempre queda claro.
El profesor JM, con su usual y contundente voz, respondió: “Dile a tu amigo de Nigeria que si quisiera venirse a México, tendría qué aprender algunas reglas. La primera es la consabida diferencia entre la catedral y las capillitas. La segunda es que las señoras deben permanecer debidamente incomunicadas. Te lo ilustro con el caso de un amigo mío, quien solía presumirnos su estrategia. El caballero, conciente de que vivimos en un sistema de castas y aprovechando las bondades de la megalópolis, seleccionaba a sus mujeres de estratos económicos, giros profesionales y colonias distantes. De esta manera podía tener a una colega de la universidad, a una enfermera al norte de la ciudad y a la señora que vendía tortas en el centro.”
“Si el nigeriano quisiera vivir en un lugar pequeño, tampoco tiene mucho de qué preocuparse, puesto que la mejor estrategia de las mexicanas es el silencio, que a la larga les es más redituable. Esto nos lleva a la tercera regla: los errores cuestan. Confiado por la discreción del pueblo donde vivía, un señor tenía a su esposa y a la otra. En una de esas fechas, de por ahí de mayo, cuando la gente suele celebrar a las reproductoras del machismo, el señor fue a la tienda más grande del lugar y le solicitó al propietario dos ejemplares del mueble más costoso, e incluso le pagó para que nunca más vendiera el modelo y así sus señoras tuvieran la exclusividad. Le pidió también que se encargara de las tarjetas de felicitación. El infeliz del mueblero se confundió en el envío y así las mujeres se dieron por enteradas de la situación.” “¡Se le cayó el teatrito!”, interrumpí. “Por eso te digo, los errores cuestan: el compadre tuvo qué darle a la esposa unas buenas vacaciones en Europa, y a la amante un departamento nuevo. Un final feliz para todos”. “No para todos, ¿cómo le fue al de la mueblería?”. “Para todos: después de un tiempo razonable, el incidente quedó olvidado, el hombre volvió a vender y aprendió de su equivocación”, tras decir esto el profesor JM soltó la fuerte carcajada que suele acompañar el fin de la tutoría.
Tuesday, August 18, 2009
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