Saturday, May 16, 2009

El candidato a doctor y la engrapadora más cara

Su currículum es impresionante: algunas menciones honoríficas, estudios de posgrado en una universidad norteamericana de reconocido prestigio. Él trabajó en una oficina de asesores de primerísimo nivel en la administración federal hace casi una década. En suma, tiene una gran experiencia como académico y como consultor. Supongo que cuando consiguió la plaza como profesor huésped de la Universidad de Guadalajara se sintió satisfecho, pese al bajísimo salario.

Perdonen, pero aquí tengo que hacer una pausa a la narración para aclarar algo. Probablemente muchos de ustedes estén pensando que quien tiene una plaza de tiempo completo en la UdeG es privilegiado. Sí lo es porque día con día está en chino conseguir una, lo que resulta muy nocivo para el desarrollo de la ciencia y la tecnología, porque no existe un relevo generacional. La figura de “asistente de investigación” prácticamente está extinta y hay un número increíble de maestros, doctores y hasta pos-doctores esperando conseguir un espacio laboral estable en la casa de estudios. Pero cualquiera que tenga un poco de tiempo podrá comprobar que el salario de la categoría de profesor asistente (en el nivel más alto, el “C”) no supera los 6 mil pesos mensuales; estamos hablando de un profesor con licenciatura que, por ley, tiene un horario de 40 horas semanales, de las cuales destina entre 5 a 24 horas a dar clase. Por cierto, en esta categoría no se tiene derecho a recibir “estímulos” de programas federales, lo que en otras representa un complemento de sueldo. Discúlpenme, pero ese salario no es suficiente para pagar una renta de un departamento pequeño, tener un vehículo y mantener una familia, ya no digamos para pagarse cursos de actualización o comprar libros.

El profesor con mayor jerarquía (titular C) gana poco más de 16 mil pesos. A muchas familias mexicanas les puede parecer una suma que aceptarían gustosamente, pero eso es por la gran desigualdad y pobreza en la que vivimos. La cuestión es que hablamos de la máxima categoría, que requiere de estudios de doctorado, publicaciones o productos de investigación que sólo pueden lograrse con una dedicación plena (¡efectiva!) a la labor académica. En universidades de primer mundo, mexicanas privadas o también públicas pero en el Distrito Federal, un profesor con ese perfil obtiene varias veces más ese salario.

Vuelvo a la historia de nuestro “Dr.(c)”, que es el prefijo que ahora suele usarse para quienes concluyeron los estudios de doctorado pero aún no han obtenido el título. El gusto de conseguir la plaza de profesor huésped le duró muy poco. Primero porque tardaron varios meses en comenzar a pagarle, luego porque el salario no le alcanzaba para instalarse apropiadamente en la ciudad, hacerse de un automóvil (ya que el transporte público en Guadalajara es imposible) y mantener a su familia, en la forma en que estaba acostumbrado. Luego porque no llegaron los complementos salariales que pensó que tendría; para sacar adelante la economía familiar comenzó a saturarse de clases adicionales en universidades privadas. Finalmente, jamás tuvo la tranquilidad de sentarse en santa paz en un cubículo de investigación (el que tenía era bastante incómodo, por cierto, y con señal de Internet exageradamente deficiente, lo que resulta trágico para un investigador), así que no concluyó su tesis doctoral y con ello se vinieron abajo sus posibilidades de que la plaza de profesor huésped se convirtiera en una plaza de a de veras, es decir, de tiempo completo y estable.

Los tiempos políticos no le favorecieron. Con eso de que las elecciones paralizaron al país, en el terreno de la consultoría tampoco pudo conseguir nada interesante. Un buen día una amistad le ofreció un trabajo temporal en el D.F., en una secretaría de estado. La oportunidad se debía a que estaban preparando las entregas-recepción, así que sólo sería un par de meses. Ahí en esa oficina federal conoció a la engrapadora más cara, posiblemente de todo el mundo. Era por todos sabido que ella estaba ahí gracias a encontrarse muy bien posicionada en el partido en el gobierno. Por el nivel que nos comentó el Dr.(c) en el que ella se desempeñaba, se puede deducir que percibía un sueldo mensual arriba de los 50 mil pesos. En el tiempo que él estuvo ahí, la labor de ella era recibir de manos de otro subordinado (pariente de algún legislador del mismo partido) los reportes o documentos que generaban el Dr.(c) y otros, les ponía una grapa y los pasaba al subsecretario.

Regular los salarios públicos innegablemente es un tema de primer orden para la agenda nacional. Existe una gran inconformidad respecto a una serie de anomalías: exceso de personal público en algunas dependencias (y carencia en otras, se me viene a la mente el ejemplo de los inspectores ambientales), sueldos excesivos de algunos funcionarios que incluso superan el del presidente de la república, desigualdad entre los primeros niveles y los empleados de la base, ingresos disfrazados como bonos u otras prestaciones, opacidad de la información salarial, baja correspondencia entre función realizada y salario, funcionarios poco capacitados, corrupción, etc.

Independientemente de quién haya sido la idea (que si el gobierno actual se la fusiló de la campaña del otro), ya era hora que se empezara a tomar en serio el tema. Sin embargo (lamento tanto los “sin embargo”), es imposible intentar meter orden a los salarios públicos sin antes resolver el diseño de la burocracia en su conjunto, esto es, tener claro las funciones del estados, si la administración pública es la adecuada para cumplir sus objetivos, si está bien definida la jerarquía en todo el sector público, si no hay duplicidad de funciones (horizontal y verticalmente), si existe una clara definición de la evaluación por desempeño, del servicio civil, entre muchos otros Y estos problemas se reproducen al interior de cada dependencia pública.

Híjole, la verdad es que es bastante complicado. ¿Podríamos tener un poco de fe y esperar que la política de salarios públicos entienda esta complejidad, su objetivo sea resolver los problemas de fondo y no únicamente tomar medidas paliativas para ganar simpatía popular?
Ah, por cierto, después de conocer a la engrapadora más cara, el Dr.(c) decidió que no volvería a trabajar en la administración pública federal, porque en nada se parecía a la experiencia laboral que tuvo cuando su conocimiento y técnica en asuntos de gobierno eran un insumo real para las decisiones públicas.

27 de enero de 2007

No por Dios (segunda parte)

Hay algunos fenómenos y lecciones que son inevitables cuando uno pasa de ser una familia católica clase media, como miles de otras defeñas, a una familia de migrantes chilangos en Guadalajara (con esa fama de su exacerbada devoción, cerrada y por qué no decirlo “mocha y de doble moral”). Fenómenos: tener otra perspectiva le permite a uno ser más observador y crítico; posiblemente, como en nuestro caso, se presente una gran diversidad de creencias religiosas. Las lecciones: primera evitar hablar de religión para no hacer más evidente el pecado ya de por sí mayor de ser chilango; y segunda, que hay que distinguir la religión (las religiones) respecto a Dios, tanto como a los practicantes de algún culto respecto a su institución religiosa.

Por lo visto la primera lección no la aprendí muy bien. Pero no he podido dejar de pensar en la segunda en todas estas semanas en que han salido a la luz pública los casos de pederastía por parte de sacerdotes y profesores de escuelas vinculadas a la iglesia. Es absolutamente terrible escuchar en los medios el término “depredador sexual” (calificativo utilizado para Nicolás Aguilar, prófugo y acusado de abusar de más de noventa menores), las declaraciones de las víctimas o sus padres. Uno no puede dejar de de pensar en los pequeños de su familia o amistades, sentir miedo y una profunda indignación (“¿ves cómo el mundo sí es una porquería?” solía decir uno de mis amigos y se empeñaba en contar las más terribles anécdotas).

Particularmente me impactó escuchar la opinión de otros padres de familia del Colegio Oxford, demeritando la demanda interpuesta por los papás del niño abusado por uno de sus maestros y cuestionando que tal acto hubiese ocurrido; si yo estuviera en ese caso estaría aterrada pensando que a mi(s) pequeño(s) pudiera pasarle lo mismo. Pero fue más mi sorpresa de escuchar el discurso del hermano del profesor presuntamente violador, en donde casi literalmente lo defendía en una forma rarísima y exagerada. Tanta exaltación (pensé en fundamentalismo) hizo que me preguntara si él también había sido víctima de su hermano. Bueno, el experto a quien atinadamente ese noticiero también pidió su opinión, consideró que justamente es una conducta usual negar y proteger al grupo en casos de fanatismo religioso e hizo un análisis de discurso bastante interesante y creíble.

“En mi primaria eran bien c… cuando mis compañeros ‘traían’ a alguno entre todos lo agarraban y le metían un lápiz por ahí”. Me contó uno de mis amigos alguna vez que hablábamos de los inconvenientes de la doble moral que puede reproducirse en las escuelas religiosas. Ni siquiera recuerdo qué le contesté porque me quedé de a cuatro. ¿Acaso no es eso una violación? ¿Cómo podía ocurrir eso sin que los maestros o los padres lo supieran? La niña aquella que gritaba “¡noooo por favor!” cuando su mamá la amenazaba con meterla a una escuela de monjas (“mira, la están exorcizando” decía su hermano adolescente) tal vez no estaba tan errada.

Otro de mis amigos tiene una aversión profunda a las escuelas vinculadas con la religión porque su experiencia no fue buena. Durante muchos años después de haber sido expulsado (tuvo múltiples desacuerdos con uno de los padres, pero el colmo fue cuando se rapó en imitación a uno de los Timbiriche) tomó por costumbre visitar los alrededores del colegio por las noches y romper las cristales, tanto así que los obligó a poner protecciones. Hace un par de años se encontró con aquel sacerdote a quien guardaba tanto rencor. Lo vio ya viejo y decidió no hacerle los reclamos que siempre pensó le diría.

Mucho se ha estudiado acerca de los efectos perversos (no lo digo con la connotación pecaminosa, sino en el sentido de que revierten la intención original) del fanatismo religioso. Alguna vez escuché que las diferencias abismales de desarrollo entre la América con influencia anglosajona y la hispanoamericana tienen qué ver con la religión. Según esta teoría, el catolicismo influye en que las sociedades sean menos productivas. No puedo desestimarlo porque gran parte de los problemas personales (laborales, familiares o sentimentales) de quienes me rodean parece muy relacionado con la doble moral que la práctica religiosa latinoamericana.

“¿Cómo es posible que una universitaria como tú no sepa de anticonceptivos?” “Mira, yo sí quería, incluso empecé a tomar pastillas, pero él se molestó. Primero dijo que no quería que se intoxicara mi organismo, luego supe que él compartía la opinión de la iglesia de que eso no era correcto. Respecto al DIU me argumentó que era un `microaborto`. Y el condón, pues no le gustaba”. Por cierto, el novio de mi amiga también era un universitario, que siempre sacaba a relucir su basta cultura, su pensamiento liberal y su apoyo a la igualdad de género.

¿Han escuchado las encuestas que denotan el bajísimo porcentaje de uso de condón de los adolescentes? Uno pensaría que ellos, que nacieron sabiendo que existía el SIDA, son más concientes y responsables al respecto… Por eso, en una de esas pláticas de cerveza, se soltó una intensa polémica cuando alguien declaró que consideraba más seguro acostarse con una prostituta de un establecimiento refinado que con una niña bien, es decir, hija de familia de buenas costumbres, porque la típica tapatía ni usa condón y acaba metiéndose con todo el mundo.

Sí comparto la opinión de quienes afirman que si la pederastía y otras prácticas nocivas inflingidas o al menos influenciadas por miembros la iglesia católica son un fenómeno social, entonces sí debería hacerse una revisión de algunos aspectos, como por ejemplo el celibato. Sin embargo, eso es un tema que corresponde a esa religión. Yo me quedó con la idea aquella que les decía de que ninguno de estos horrores tiene qué ver con la fe en Dios, ese acto individual e íntimo que los humanos solemos experimentar en la vida.

No por Dios (primera parte)

(Publicado en La Jornada Jalisco, 16 de enero de 2007)

Llegamos a Guadalajara en el 79 gracias a un programa de descentralización del IMSS mediante el que nombraron a mi papá Jefe de Consulta de una clínica. Tal vez esa nueva posición hizo pensar a mis padres que era buen momento en la economía familiar para que nosotros dejáramos la escuela pública. Así que nos inscribieron en el Colegio Quinet, ubicado entonces en la Casa de los Abanicos.

Sería acaso porque fueron demasiados cambios (de ciudad, de clima, de uniforme, etc.) pero la pasamos muy mal en esa escuela. “¡Nos pusieron a rezar!” fueron de los primeros comentarios que mi hermana y yo hicimos a mis padres, esperando que ellos entablar una demanda a la institución educativa por no respetar el principio de laicidad consagrado en la constitución. Bueno, la verdad no pensábamos así entonces, sólo estábamos sorprendidas. Mi papá, adicto a los refranes, acudió a aquel de “en la tierra que fueres…”. Pienso que fue en esos días cuando nos dio un consejo que me ha servido toda la vida: “Hija, siempre que te pregunten tu religión di que es la católica, para que no tengas problemas” “Pero sí somos católicos” “Por eso, tú ponlo pero no polemices, aunque dejes de creer” (y ciertamente mi hermano, que no le hizo caso, sigue discutiendo con cada persona que conoce y le gusta provocarlos “¡Por un demonio, que dios no existe!”).

No recuerdo los pormenores, pero la cuestión es que siempre salíamos regañadas sin fundamento o notoriamente no nos pelaban. Dense cuenta de que para nosotros ello era una gran afrenta porque en México mi hermana había sido distinguida como la abanderada por tener el mejor promedio (asistió al acto de recibir la bandera al salir de 5º. y jamás volvió a portarla porque entonces tuvimos que venirnos). Por mi parte, era feliz aunque en 1er. grado era la más odiada por ese afán de levantar la mano (que tristemente no me he podido quitar), en venganza yo los odiaba y regañaba por no acentuar la palabra “águila” y no saberse de memoria su dirección. En México… porque aquí, nos quedaba clarísimo, nos discriminaban por ser chilangas y por no saber nada de religión.

Después de varios días de llanto y de no dar una con lo de “hacer lo que vieres”, una de las asistentes médicas de la clínica de mi padre le comentó que ella era maestra en una escuela pública en el centro de la ciudad (sí, justo a unas cuadras de “El nuevo mundo”), que tenía muy buena relación con la directora y nos podía ayudar a entrar aun cuando el ciclo ya hubiera comenzado. Ésa es la verdadera historia y no la oficial que solemos decir: que como mis papás ya estaban acostumbrados a manejar grandes distancias buscaron una escuela lejísimos de casa para no extrañar el smog. No nos molestó cambiar de nuevo de uniforme y pegarle el escudo rancherón al chaleco azul marino, porque ahí volvía a ser importante saber matemáticas y no el credo. Descansamos: ya nada más se burlaban de nosotras por ser chilangas, pero el artículo 3º constitucional (que mi hermana ya me había hecho aprender de memoria) volvía a ser cierto.

Debo aclarar que en el D.F. nos sentíamos una familia promedio en cuanto a nuestra religiosidad. Como todo católico íbamos con cierta frecuencia a misa, habíamos festejado bautizos, confirmaciones, primeras comuniones, poníamos el nacimiento en navidad. Es más, mi mamá cuenta que un día mi tía se atrevió a llevarme a La Villa un 12 de diciembre (¿no le daría miedo el que pudiera perderme?). Pero aquí, en ese sentido, creo que nunca nos hallamos. De alguna manera todos los tapatíos vivían dentro de círculos de convivencia alrededor de “el templo” (en chilangués no se dice así, sólo es “iglesia”). Todos tenían algún pariente sacerdote que asistía regularmente a cenar con ellos, iban a retiros o encuentros (perdónenme pero jamás he sabido exactamente qué es eso), sus mamás los ponían a rezar el rosario todas las noches y eludir esa obligación parecía un deporte divertido para nuestros amigos. Además, las familias se conocían entre sí; nosotros por muchos muchos años sólo nos teníamos a nosotros mismos.

Pienso que el impacto de sentirnos diferentes tuvo cierta influencia en el fenómeno familiar de la década siguiente: lo de la religión se nos volvió un caos. Mis tíos estaban en plena rebeldía (ah y también en la FEG, lo que puede explicar por qué con mis abuelos siempre había refrescos). Un día se declararon ateos. Uno de ellos creo que exageró pues nos aclaró que era más que eso, que él era anticristo. Mi abuelo no tuvo mucho ánimo de contradecirlo, lo que resulta comprensible pues solía criticar mucho a la iglesia (bueno, también a los vecinos, a la gente en las plazas y a los perros de raza pequeña). No sé qué tanta haya sido la consternación de mi abuela, lo que sí sé es que al poco tiempo nos enteramos que se había vuelto testigo de Jehová y no tardó mucho en incorporar a mi tía (sí, la misma que antaño me había llevado a la peregrinación de la virgen de Guadalupe).

En lo sucesivo ambas se esforzaron mucho por tratar de convertirnos a su fe, las escuchamos con paciencia, inmutables. Esa neutralidad se nos terminó cuando supimos que no volverían a festejar cumpleaños, navidades y años nuevos. No nos quedó más remedio que resignarnos a perder esos espléndidos banquetes en los que las mamás y tías competían en sus habilidades culinarias. Mi abuela y mi tía ya nos insisten más, ya sólo están en desacuerdo con una de mis primas que lee el tarot y combina la medicina alternativa con la santería y la metafísica. Pasado mucho tiempo más, otra de mis tías se hizo cristiana y tras saber que pasaba un porcentaje de su sueldo al pastor, algunos primos pensaron que sería negocio crear una religión pero la verdad es que a la fecha no se han organizado bien.

Yo, al igual que mis hermanos, ya me había declarado atea cuando estaba en la prepa (quiero aclarar esa etapa me duró unos cinco años). Mi condición le causó cierto conflicto a una de mis amigas. A ese grupito nos decían “las rudas”, sin embargo ella no lo fue tanto, su familia era bastante tradicional, esquema al que hasta la fecha ella se ha acoplado a la perfección. Bueno, en esa época mi amiga recibió la recomendación por parte de su madre de no juntarse mucho conmigo porque no le parecía mi falta de fe. En realidad no fue eso la que la separó de nosotras al salir de la prepa, más bien creo que nos empezamos a distanciar cuando otra de nosotras, a la que ella era muy cercana desde la primaria, salió embarazada y decidió no casarse.

En realidad toda esta historia pretendía ser una breve introducción porque el tema que tenía planeado me parecía demasiado controvertido, así que quería denotar que la diversidad de creencias es para mi incuestionable, que me merece mucho respeto la religión de cada quien. En fin, me he extendido tanto que no me queda más remedio que concluir aquí.

La casa de los abuelos

(Publicado en La Jornada Jalisco, 7 de enero de 2007)

“¿Te das cuenta? Conforme nos hacemos más viejos cada persona que uno conoce se parece a otra que alguna vez uno conoció”. Estuve completamente de acuerdo con mi amiga y desde ese día he visto a muchas que de alguna manera me recuerdan a ella. Lo terrible es que lo mismo sucede con los libros, las películas, etc. Aquello de que no hay nada nuevo bajo el sol, que la historia es la misma sólo cambian los actores, es la gracia del arte porque refleja la naturaleza humana, a decir de mi hermana (y seguramente a decir de muchos).

La mañana que salió la nota de la entrega del Nobel de Literatura a Orhan Pamuk, debía empaquetarme en un autobús que haría 7 horas de trayecto, así que pensé que era buena idea comprar una novela suya. Ello me vino bien porque quiero revertir ese analfabetismo funcional que se me ha pegado en los últimos años y dejar mis ideas maniacas de de no comenzar un libro hasta terminar el que estaba en curso o de querer “ponerme al corriente” leyendo primero los clásicos que vergonzosamente no he leído (recuerdo la discusión que tuve con una amiga que me invitaba a leer El código Da Vinci: “¡Te juro que nunca la leeré!” y le expliqué que era tanta la literatura que quería leer que no podía perder ni un céntimo de tiempo con best-sellers). Luciendo mi ignorancia pedí en la librería que me mostraran las novelas del Nobel de Literatura 2006, escogí la más ligera (de peso, porque mi equipaje era mucho) y tuve la sensación de que el empleado me miraba como una estudiante que debe hacer una tarea.

No en vano le dieron el reconocimiento, El libro negro de Pamuk me atrapó desde su primera página, pero tuve que suspender la lectura al término del primer capítulo porque no cabía en mí del asombro. Paralelismos. La descripción nostálgica de la casa paterna (y de los abuelos porque toda la familia vivía en diferentes pisos del mismo edificio) del personaje principal me recordó inevitablemente el libro que se quedó a medias en mi buró, México por Tacuba, que son las memorias que el escultor y pintor Federico Silva escribe con un gran estilo literario. Su familia, por cuestiones del destino, terminó viviendo en una casita adentro de El Panteón Español. Hay una anécdota genial sobre la ocasión en que su abuela (toda cubierta de una manto negro) y él toman un taxi a su casa, el conductor aterrado los toma por ánimas y en cuanto ellos descienden del vehículo arranca a toda velocidad sin cobrarles. ¿Qué hay de común entre el Distrito Federal de Silva y el Estambul de Pamuk?

Pensé en mi familia, traté de sacar recuerdos de la casa de mis abuelos, no la de Guadalajara en la que aún viven, sino la de la ciudad de México que dejaron en los setenta. En realidad son muy pocos: un patio con grandes pilares al que llegaba poca luz, unas llantas, unas escaleras metálicas. Sin embargo, podría escribir muchísimo sobre la historia familiar que me han contado, por ejemplo, de la ocasión en que se incendiaron debido a los materiales que tenían para la tintorería que habían puesto, que los vecinos incitaban a mi madre a aventar a mi hermana asegurando que la cacharían en una colcha, pero que ella prefirió arriesgarse a bajar esas escaleras con dos niñas en sendos brazos (mi hermana y mi tía la menor) y otra más en plena gestación (yo).

Las familias, ésa es una de las respuestas a la gran pregunta. Complejas, llenas de anécdotas dramáticas o chuscas, tíos que son cabeza dura, primos incomprendidos, fortunas a ratos ganadas a ratos venidas a menos. La cultura de países subdesarrollados, también. Salvo las descripciones de Pamuk, confieso que tengo poca idea de lo que pueda ser Turquía, pero para imaginar esas caras que debe descifrar Galip (el personaje de El libro negro) cuyos signos se complejizan con la invasión de los productos culturales occidentales, en concreto estadounidenses, bien podrían ser las de nuestros ancianos. Hace poco me enteré que mi abuela no salía sola a la calle mientras vivió en el D.F., que una vez mi abuelo no pasó por ella como había quedado, por irse de borrachera, y a ella se le venía el mundo encima por no saber cómo llegar a su casa. Aquella imagen de siempre en la que mi mamá o sus hermanas caminan tomando del brazo a mi abuela, dejó el significado de fraternidad que solía atribuirle para verlo más bien como un sobreproteccionismo.

¿Más paralelismos? Galip está perdidamente enamorado de su prima Rüya desde el día que la conoce, finalmente se casa con ella (después de finiquitarse un primer matrimonio de ella), pero un mal día ella desaparece dejándole una escueta nota, lo que es el inicio de la trama. “Es algo así como el Palinuro de Estambul” le dije a mi hermana cuando se lo presté para que se entretuviera un rato en lo que yo jugaba con mi sobrino. Palinuro eternamente enamorado de su prima Estefanía son los personajes de la novela de Fernando del Paso, en la que también se hace un espléndido recuento de la casa familiar en la ciudad de México. “¿Crees que Pamuk haya leído a Fernando del Paso antes de escribirlo?”, me preguntó ella cuando me devolvió el libro y me solicitó que se lo prestara al concluir su lectura. Curiosamente en El libro negro hay una reflexión bien interesante acerca de las coincidencias. En el caso de la literatura, especialmente si se compara el mundo oriental con el occidental, cuestiona si la Divina comedia es el original o es la copia de Kitabal Isra ila Makam al Asra, y así otros casos.

El misterio que tiene qué resolver Galip sobre el paradero de su mujer está muy relacionado con Celâl, su tío y medio hermano de Rüya, que es un importante columnista en cuyos artículos habla sobre sus vivencias (familia incluida), sus reflexiones, la ciudad y sus personajes. ¡Justo lo que me gustaría hacer con este espacio periodístico! ¡Y yo que pensaba que a quien imitaba (lamentablemente no con tanto talento) es al catalán Quim Monzó, de cuyos artículos publicados en Catorce ciudades contando Brooklyn quedé prendada!