Saturday, May 16, 2009

La casa de los abuelos

(Publicado en La Jornada Jalisco, 7 de enero de 2007)

“¿Te das cuenta? Conforme nos hacemos más viejos cada persona que uno conoce se parece a otra que alguna vez uno conoció”. Estuve completamente de acuerdo con mi amiga y desde ese día he visto a muchas que de alguna manera me recuerdan a ella. Lo terrible es que lo mismo sucede con los libros, las películas, etc. Aquello de que no hay nada nuevo bajo el sol, que la historia es la misma sólo cambian los actores, es la gracia del arte porque refleja la naturaleza humana, a decir de mi hermana (y seguramente a decir de muchos).

La mañana que salió la nota de la entrega del Nobel de Literatura a Orhan Pamuk, debía empaquetarme en un autobús que haría 7 horas de trayecto, así que pensé que era buena idea comprar una novela suya. Ello me vino bien porque quiero revertir ese analfabetismo funcional que se me ha pegado en los últimos años y dejar mis ideas maniacas de de no comenzar un libro hasta terminar el que estaba en curso o de querer “ponerme al corriente” leyendo primero los clásicos que vergonzosamente no he leído (recuerdo la discusión que tuve con una amiga que me invitaba a leer El código Da Vinci: “¡Te juro que nunca la leeré!” y le expliqué que era tanta la literatura que quería leer que no podía perder ni un céntimo de tiempo con best-sellers). Luciendo mi ignorancia pedí en la librería que me mostraran las novelas del Nobel de Literatura 2006, escogí la más ligera (de peso, porque mi equipaje era mucho) y tuve la sensación de que el empleado me miraba como una estudiante que debe hacer una tarea.

No en vano le dieron el reconocimiento, El libro negro de Pamuk me atrapó desde su primera página, pero tuve que suspender la lectura al término del primer capítulo porque no cabía en mí del asombro. Paralelismos. La descripción nostálgica de la casa paterna (y de los abuelos porque toda la familia vivía en diferentes pisos del mismo edificio) del personaje principal me recordó inevitablemente el libro que se quedó a medias en mi buró, México por Tacuba, que son las memorias que el escultor y pintor Federico Silva escribe con un gran estilo literario. Su familia, por cuestiones del destino, terminó viviendo en una casita adentro de El Panteón Español. Hay una anécdota genial sobre la ocasión en que su abuela (toda cubierta de una manto negro) y él toman un taxi a su casa, el conductor aterrado los toma por ánimas y en cuanto ellos descienden del vehículo arranca a toda velocidad sin cobrarles. ¿Qué hay de común entre el Distrito Federal de Silva y el Estambul de Pamuk?

Pensé en mi familia, traté de sacar recuerdos de la casa de mis abuelos, no la de Guadalajara en la que aún viven, sino la de la ciudad de México que dejaron en los setenta. En realidad son muy pocos: un patio con grandes pilares al que llegaba poca luz, unas llantas, unas escaleras metálicas. Sin embargo, podría escribir muchísimo sobre la historia familiar que me han contado, por ejemplo, de la ocasión en que se incendiaron debido a los materiales que tenían para la tintorería que habían puesto, que los vecinos incitaban a mi madre a aventar a mi hermana asegurando que la cacharían en una colcha, pero que ella prefirió arriesgarse a bajar esas escaleras con dos niñas en sendos brazos (mi hermana y mi tía la menor) y otra más en plena gestación (yo).

Las familias, ésa es una de las respuestas a la gran pregunta. Complejas, llenas de anécdotas dramáticas o chuscas, tíos que son cabeza dura, primos incomprendidos, fortunas a ratos ganadas a ratos venidas a menos. La cultura de países subdesarrollados, también. Salvo las descripciones de Pamuk, confieso que tengo poca idea de lo que pueda ser Turquía, pero para imaginar esas caras que debe descifrar Galip (el personaje de El libro negro) cuyos signos se complejizan con la invasión de los productos culturales occidentales, en concreto estadounidenses, bien podrían ser las de nuestros ancianos. Hace poco me enteré que mi abuela no salía sola a la calle mientras vivió en el D.F., que una vez mi abuelo no pasó por ella como había quedado, por irse de borrachera, y a ella se le venía el mundo encima por no saber cómo llegar a su casa. Aquella imagen de siempre en la que mi mamá o sus hermanas caminan tomando del brazo a mi abuela, dejó el significado de fraternidad que solía atribuirle para verlo más bien como un sobreproteccionismo.

¿Más paralelismos? Galip está perdidamente enamorado de su prima Rüya desde el día que la conoce, finalmente se casa con ella (después de finiquitarse un primer matrimonio de ella), pero un mal día ella desaparece dejándole una escueta nota, lo que es el inicio de la trama. “Es algo así como el Palinuro de Estambul” le dije a mi hermana cuando se lo presté para que se entretuviera un rato en lo que yo jugaba con mi sobrino. Palinuro eternamente enamorado de su prima Estefanía son los personajes de la novela de Fernando del Paso, en la que también se hace un espléndido recuento de la casa familiar en la ciudad de México. “¿Crees que Pamuk haya leído a Fernando del Paso antes de escribirlo?”, me preguntó ella cuando me devolvió el libro y me solicitó que se lo prestara al concluir su lectura. Curiosamente en El libro negro hay una reflexión bien interesante acerca de las coincidencias. En el caso de la literatura, especialmente si se compara el mundo oriental con el occidental, cuestiona si la Divina comedia es el original o es la copia de Kitabal Isra ila Makam al Asra, y así otros casos.

El misterio que tiene qué resolver Galip sobre el paradero de su mujer está muy relacionado con Celâl, su tío y medio hermano de Rüya, que es un importante columnista en cuyos artículos habla sobre sus vivencias (familia incluida), sus reflexiones, la ciudad y sus personajes. ¡Justo lo que me gustaría hacer con este espacio periodístico! ¡Y yo que pensaba que a quien imitaba (lamentablemente no con tanto talento) es al catalán Quim Monzó, de cuyos artículos publicados en Catorce ciudades contando Brooklyn quedé prendada!

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