Saturday, December 1, 2007

Pantone

(Publicado en La Jornada Jalisco, 19 de noviembre de 2006)

Tenía ese día dos eventos que requerían de cierta formalidad, así que llevaba un trajecito muy mono. El dueño al verme se acercó al mostrador para atenderme (supongo que no es común que lleguen clientas y mucho menos así vestidas). “¿En qué puedo servirle?”, definitivamente no me había reconocido… no es su culpa, haciendo cuentas habían pasado ya un par de años desde la última vez fui a ese negocio. Don S levantó la vista y al mirarme sonrió, él sí me reconoció. El dueño notó la familiaridad y dejó que don S me atendiera. “Quiero pintar una pared de unos 15 metros cuadrados de este moradito y otra de unos 12 de este otro color”, preferí señalarlos en el muestrario que llevaba (de la competencia, por cierto) omitiendo el detalle de que el segundo color, según mi hermano, era la última moda en decoración: “azul tiffany” me dijo en los 15 minutos en los que pude arrancarlo de sus muchas de ocupaciones de arquitecto para que fuera a recomendarme cómo pintar el nuevo lugar al que me mudaría. “¡¿No sabes cuál es color de Tiffany, la joyería?!” extrañadísimo de que yo no tuviera la menor idea.

Afortunadamente a don S no le importan los nombres de los colores, de hecho, no muestra nada de sorpresa de todos los que le he pedido desde que nos conocimos. Me ha preparado un “azul del color de la mezclilla que traigo puesta” un “casi blanco como el de este cachito dentro del círculo” de la imagen de una revista, un “anaranjado zanahoria fresca”, etc. No en vano le llamo “mi asesor en pintura”. Curiosamente él un día me bautizó como “la reina de los pintores (de brocha gorda, claro está)”, y vaya que ese día llevaba un atuendo propio para tal coronación: guaraches ya salpicados, pants, playera vieja, cabello recogido también manchado de blanco. Más que a mis atributos como pintora, sospecho que el título me lo gané sólo porque don S no tiene muchas clientas. Incluso, el de la tlapalería de al lado, una vez que fui a comprar unas piezas para cambiar la instalación del w.c., me preguntó si yo me dedicaba a eso, tal vez pensaba promocionarme como multichambas.

Ok, ok, ya sé qué están pensando, que no es muy normal que digamos, ni cambiarse de casa tantas veces, ni cambiarle los colores y menos pintar yo misma. Cuando decidí ser independiente y vivir sola comencé a rentar a costa de aguantar la perorata familiar de “rentar es tirar el dinero a la basura”, “podrías vivir aquí y ahorrar para comprarte una propiedad” “aunque sea algo pequeño, da el enganche y en vez de renta cubres el crédito” y así. Pero honestamente, o postergaba mis planes muchos años o buscaba un lindo lugar en alquiler y no me arrepiento de lo decidido. Cuando preparé el tema de pobreza para mi curso sobre el sector público y leí las mediciones de calidad de vida de Julio Boltvinik, supe que estaba dentro del 85% de la población “pobre” del país y que si las generaciones anteriores habían podido comprar casas medianas, yo con mis flamantes estudios de posgrado y dobles jornadas laborales con mucho esfuerzo podría aspirar a un departamentito de menos de 60 metros cuadrados en un condominio modesto. Por eso comencé a rentar y bueno pues no me ha tocado permanecer muchos años en una misma casa, así que mi única constante es llegar y llenar de colores (ah y también de móviles) ayudada por una escalera mediana metálica y las secciones amarillas que uso de aumentos para alcanzar el techo.

Así que cada cierto tiempo converso con don S, el igualador de pinturas, quien llama la atención por sus propios colores (una piel morena cobriza que contrasta con su cabello encanecido y sus ojos verde-grisáceos). Esta vez lo vi un poco más viejo y más acentuada su joroba, él mismo comenzó a hablar de ello: “Tengo achaques hasta en la credencial de elector. Cuando veo a las muchachas, trato de correr detrás de ellas y cuando las alcanzo ya ni me acuerdo para qué era”. Don S dice que ni con la edad se le quita lo mujeriego. Lleva en su haber 3 matrimonios, el primero le duró 4 el otro por el estilo y en el último ya lleva 21. En ese momento, el dueño salió de su oficina para darme mi factura pienso que un poco movido por la curiosidad acerca de qué tanto hablábamos. Aprovechó para decirle a don S que a la mezcla le faltaba un poco de tinta amarilla sin diluir y éste le echó una mirada de ni-que-no-supiera-yo-hacer-mi-trabajo.

Luego de que se fue el dueño, continuó narrándome que con su mujer (“con esta última” tuvo que aclarar) se la lleva muy bien, desde hace unos cinco años ya no se pelean. Pero lamentablemente “ya no quiere tener sexo conmigo, yo creo que ya la enfadé, yo le dije que sí la respeto pero que no me ande reclamando si le dicen que ando con otras. Ella es rara, casi no ríe, más que a veces cuando ve Los Comediantes, trabaja mucho y aún así me consiente. Dice que me compre un carro, pero para tener uno no tan carcacha necesitaría unos cuarenta mil pesos. Ya saqué cuentas y con eso alcanzaría a pagarme unas 60 mujeres, así que no me conviene. Y es que a mi edad, aunque lo guapo no se me quita, ya para andar con alguien tendría qué pagar”.

En la penúltima casa que pinté don S. me contó que había estado en la prepa, que andaba con los de la FEG, pero que un día hubo una trifulca estudiantil, se armaron los balazos y él golpeó brutalmente a otro chico, lo que le valió la expulsión y el fin de sus estudios. Me pregunté si realmente era tan galán o tan rudo como decía, miré sus manos cuando cerraba con el marro las latas que me vendió, de los dedos a sus muñecas era una paleta de mezclas que no dejaba ni un espacio el color de su piel…

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