Saturday, December 1, 2007

Por el parto de la Caramelo

(Publicado en La Jornada Jalisco, 1o. de octubre de 2006)

L era nuestra maestra. De esas chidísimas que casi inmediatamente se convierten en una gran amistad. En esa época recién había conocido a quien con el tiempo se acabaría ganando el lugar de mi-mejor-amiga. Seguramente fue por L que conocimos a M, y entendimos que ellas dos también se habían dado ese título. Las cuatro hacíamos una escalerita: dos veinteañeras, L 10 años mayor que nosotras y M ya en los 40.

L peleaba a M porque no recordaba las películas a las que habían asistido juntas, Bueno también estaba cañón competir con L: comunicóloga y cinéfila, se sabe todos los detalles técnicos que supongo aparecen en la pantalla hasta el meritito final. Hay que reconocer que mi-mejor-amiga se le aproximaba mucho en esa cualidad, y tal vez fue en parte por eso que un día llegamos a la conclusión de que cuando fuéramos grandes nos pareceríamos a ellas. “Yo seré L y tú serás M porque nunca te acuerdas de nada” me sentenció mi-mejor-amiga y yo lo asumí imaginando aquella película donde Sandra Bullock y Nicole Kidman son hermanas y tienen unas tías a su imagen y semejanza (Hechizo de amor se llamó en español y por favor no me pregunten el título original, el director o el año).

En 10 años pueden pasar tantas cosas… L y M eran académicas de uno de los centros de investigación más prestigiados de la UdeG. Para contextualizar a los jóvenes o a los olvidadizos debo mencionar que en ese entonces la investigación en la máxima casa de estudios jalisciense se organizaba alrededor de liderazgos académicos, los doctores eran escasos, respetados, apoyados por la institución y venerados por los estudiantes y/o asistentes de investigación o becarios. Justamente ése fue mi primer trabajo: CONACYT le había dado a un famosos investigador un apoyo para auxiliares de investigación y sin necesidad de grandes trámites me llamó a trabajar y puso a otra auxiliar de mayor categoría (“asistente c”, ella sí tenía plaza) a que me enseñara a hacer fichas para luego mandarme al AGN (Archivo General de la Nación). En otras palabras, había todo un sistema de ascenso que estaba sincronizado también con el estudio del posgrado.

Hay mil cosas positivas de la reforma universitaria, sin embargo al centro de investigaciones al que pertenecían nuestras amigas-gurús no le sentó bien el nuevo esquema. En realidad, es la misma historia de otros centros que ahora son algo así como pueblos fantasmas: sectores de cubículos se apagan conforme cambian las jefaturas de los ahora departamentos de estudios. ¡Ups! volví a distraerme: estaba tan sólo contándoles una anécdota. A L siempre le quedó clarísimo que con la maestría bastaba (¿entonces más bien acabé pareciéndome a L?). M sí hizo el doctorado y no puedo dejar de contarles de aquella mega-marcha cuando salimos toda la comunidad universitaria para pedir presupuesto y mi-mejor-amiga y yo en vez de ir con nuestros colegas nos fuimos con los investigadores y después de soportar un sol infame atendimos a la convocatoria de irnos de ahí al Archivo (la cantina del centro, no el histórico). Ahí fue donde, después de haberse escondido exitosamente en el evento multitudinario, uno de los investigadores se encontró frente a frente con su director de tesis doctoral y tuvo qué poner cara de seriedad toda una cerveza y hacer caso omiso de nuestros burlas mal disimuladas.

La nueva lógica universitaria puso con los pelos de punta a L y M, poco a poco se fueron recluyendo en sus clases o en sus casas. En el camino M encontró a un canadiense jubilado y se enamoró (hasta hace poco yo creía que lo había conocido por Internet, pero acabo de enterarme que más bien lo conoció en una ida a la playa y luego las nuevas tecnologías los ayudaron a mantener sus links amorosos). El canadiense se vino a vivir al país y la convenció de comprar una casita para convertirla en un hostal, de esos que existen en Europa y otros países que son tan apreciados por el turismo de bajos recursos. Tal vez ustedes ya están pensándolo ¡en Guadalajara no hay ese tipo de turismo! y en efecto el negocio fracasó. A L no le parecía que una investigadora renombrada y próximamente doctora como M (al poco tiempo entró en el SNI) estuviera en esos bretes, porque lo que sí es cierto es que aunque marginada por el sistema L fue fiel a su religión (me refiero a la academia, no tanto en el sentido místico sino a que la mala paga y poca posibilidad de ascenso ya no permiten llamar a eso una relación laboral sino un acto de fe).

Para no hacer la historia larga, lo último que supe es que después de varias idas y venidas a Canadá M vendió todo cuanto pudo, regaló cosas a quien se dejó y el resto lo metió a su carro (que quedó “copeteado como un sombrero, al grado que no cabían ni sus medicinas para la menopausia”, a decir de L) para irse a vivir a Québec, para siempre. Hay que decir que ahora menos que nunca no le checa a L el hecho de que la doctora M abandone así su vida pretextando que ya es imposible vivir en México porque todo es una fregadera.

A duras penas el último día M pudo resolver todo el asunto de la mudanza no sin antes tener un incidente y estar a punto de ser degollada por un ventanal que se le vino encima. Evidentemente L los alojó la última noche anterior a la partida, se impresionó mucho de ver a su amiga exhausta, sucia y herida por el vidrio, de la parsimonia del canadiense buscando dónde fumarse su churrito, pero sobre todo de la pareja de perros que viajarían con ellos y a los que sacaron a pasear en un gesto obsesivo en plena madrugada. La hembra, llamada Caramelo, estaba a punto de parir y justamente ésa era la razón de apresurar el viaje porque si nacía la camada en México iba a ser todo un lío. “¿L, verdad que los perros casi hablan?” dijo M en medio del caos, L me confesó que la idea de que los canes articularan palabra alguna verdaderamente la horrorizó.

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