(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
Hace poco más de una semana, por messenger, saludaba a H, con quien trabajé dos intensos años. Antes de despedirnos me escribió lo siguiente: “Me acabo de enterar de que finalmente ya falleció J”. En parte por el impacto de la noticia y en parte porque yo llevaba prisa, no pude preguntarle qué había pasado, ¿por qué el “finalmente ya”? Conocí a J en aquel periodo en que trabajé con H y con otros también muy queridos amigos. Nos mandaron a todos a una casa vieja del centro que fue rentada para alojar varios equipos de trabajo de la dependencia universitaria. Con un exceso de originalidad bautizamos al lugar como “Casa M”. J era el intendente del lugar, era un hombre joven, nada alto, siempre de buenas, tan amable y acomedido que daba gusto. No sé si estaba asignado a dos turnos, pero yo lo veía mañana y tarde bien fuera en la Casa M o en las oficinas centrales.
Enterarme de que ya no estaba en este mundo me llenó de tristeza, pero lo fue aún más cuando a los días de mi conversación con H, otro amigo y ex colaborador me narró lo sucedido. J fue encontrado en el periférico en estado inconciente: había sido brutalmente golpeado (tal vez por robarlo). Lo internaron de inmediato, mas su situación se fue complicando y agravando hasta que murió. En ese periodo de agonía él no recuperó la conciencia, lo que supongo que es un alivio porque así sufrió menos. El caso de J, supongo, es como muchos que a diario ocurren en nuestra urbe y pasó desapercibido porque no pertenecía a un estrato social alto o porque no fue víctima/parte del narco. Precisamente porque el olvido e indiferencia colectiva hacen doblemente triste su deceso, me permito compartirles algunas escenas que recuerdo de J.
Mi unidad era, por decirlo metafóricamente, una central de bomberos. Trabajábamos mañana, tarde y a veces noche, siempre bajo presión (todo era para ayer). Además de tener todo limpio y funcionando, J de vez en cuando se paraba delante de nuestros escritorios, nos ofrecía ir a comprarnos algo de comer o simplemente nos hacía un poco de plática, lo que siempre agradecimos porque nos distraía un poco del estrés. A su esposa le apodaba “la domadora”. Lo decía como broma, sin ánimo de ofender, aunque nosotros teníamos la sospecha de que en ello había algo de razón, porque en las noches ella hablaba preguntando por él. J le contestaba con frases cortas y haciendo gestos de ser regañado. Acto seguido, se apuraba a terminar y se despedía. Intuyo que ella odiaba que J trabajara de más y tal vez porque la descuidaba a ella y los hijos, pero ya lo dije: J era muy acomedido.
En el patio central de la Casa M había un sillón de 3 plazas. Cuando alguno de nosotros desfallecía de cansancio o había trabajado la noche anterior, se recostaba un rato para echarse una pestañita reparadora. J de alguna manera velaba nuestras siestas, no permitía que se hiciera ruido alrededor. Por último, está la noche cuando no había tanta chamba pero aún así nos quedamos charlando. Salió a tema Eric Clapton, entonces puse en la compu y bocinas uno de sus álbumes. Nos pusimos a cantar y uno de los compañeros emocionado fue corriendo por la escoba, para usarla en vez de guitarra eléctrica. Interrumpimos nuestro desafinado concierto cuando notamos a J mirándonos desde el patio, muerto de la risa. “¡Con razón no la encontraba [se refería a la escoba]! ¡Llevo media hora buscando!”, dijo.
Que en paz descanses, J.
Publicado en el diario el 30 de octubre de 2009