Thursday, December 3, 2009

Para recordar a J

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Hace poco más de una semana, por messenger, saludaba a H, con quien trabajé dos intensos años. Antes de despedirnos me escribió lo siguiente: “Me acabo de enterar de que finalmente ya falleció J”. En parte por el impacto de la noticia y en parte porque yo llevaba prisa, no pude preguntarle qué había pasado, ¿por qué el “finalmente ya”? Conocí a J en aquel periodo en que trabajé con H y con otros también muy queridos amigos. Nos mandaron a todos a una casa vieja del centro que fue rentada para alojar varios equipos de trabajo de la dependencia universitaria. Con un exceso de originalidad bautizamos al lugar como “Casa M”. J era el intendente del lugar, era un hombre joven, nada alto, siempre de buenas, tan amable y acomedido que daba gusto. No sé si estaba asignado a dos turnos, pero yo lo veía mañana y tarde bien fuera en la Casa M o en las oficinas centrales.

Enterarme de que ya no estaba en este mundo me llenó de tristeza, pero lo fue aún más cuando a los días de mi conversación con H, otro amigo y ex colaborador me narró lo sucedido. J fue encontrado en el periférico en estado inconciente: había sido brutalmente golpeado (tal vez por robarlo). Lo internaron de inmediato, mas su situación se fue complicando y agravando hasta que murió. En ese periodo de agonía él no recuperó la conciencia, lo que supongo que es un alivio porque así sufrió menos. El caso de J, supongo, es como muchos que a diario ocurren en nuestra urbe y pasó desapercibido porque no pertenecía a un estrato social alto o porque no fue víctima/parte del narco. Precisamente porque el olvido e indiferencia colectiva hacen doblemente triste su deceso, me permito compartirles algunas escenas que recuerdo de J.

Mi unidad era, por decirlo metafóricamente, una central de bomberos. Trabajábamos mañana, tarde y a veces noche, siempre bajo presión (todo era para ayer). Además de tener todo limpio y funcionando, J de vez en cuando se paraba delante de nuestros escritorios,  nos ofrecía ir a comprarnos algo de comer o simplemente nos hacía un poco de plática, lo que siempre agradecimos porque nos distraía un poco del estrés. A su esposa le apodaba “la domadora”. Lo decía como broma, sin ánimo de ofender, aunque nosotros teníamos la sospecha de que en ello había algo de razón, porque en las noches ella hablaba preguntando por él. J le contestaba con frases cortas y haciendo gestos de ser regañado. Acto seguido, se apuraba a terminar y se despedía. Intuyo que ella  odiaba que J trabajara de más y tal vez porque la descuidaba a ella y los hijos, pero ya lo dije: J era muy acomedido.

En el patio central de la Casa M había un sillón de 3 plazas. Cuando alguno de nosotros desfallecía de cansancio o había trabajado la noche anterior, se recostaba un rato para echarse una pestañita reparadora. J de alguna manera velaba nuestras siestas, no permitía que se hiciera ruido alrededor. Por último, está la noche cuando no había tanta chamba pero aún así nos quedamos charlando. Salió a tema Eric Clapton, entonces puse en la compu y bocinas uno de sus álbumes. Nos pusimos a cantar y uno de los compañeros emocionado fue corriendo por la escoba, para usarla en vez de guitarra eléctrica. Interrumpimos nuestro desafinado concierto cuando notamos a J mirándonos desde el patio, muerto de la risa. “¡Con razón no la encontraba [se refería a la escoba]! ¡Llevo media hora buscando!”, dijo.

Que en paz descanses, J.

Publicado en el diario el 30 de octubre de 2009

Tuesday, December 1, 2009

Ruta larga

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

“¿Trabaja usted aquí?” El taxista se refería al edificio del gobierno federal afuera del cual le hice la parada. Le comenté que no, que había ido a un curso. “Yo trabajé ahí por casi 25 años, oiga. Comencé desde abajo y llegué a ser directivo. Ahora traigo este taxi, y me doy una vuelta a la hora de la salida. A veces levanto a algunos ex compañeros, me cuentan cómo van las cosas por allá, de los otros compañeros, y últimamente sobre los recortes… me da gusto saludarlos”. Había un poco de nostalgia en su voz, así que quise saber cuánto tenía de haberse separado de la institución. “Ya voy para cuatro años, fíjese que aproveché un programa de retiro voluntario, le dije a mi mujer: ‘mira, con el dinero ponemos un negocio y vivimos más tranquilos’. Y es que yo me sentía harto, presionadísimo, estaba en finanzas, ¡imagínese! Además me llegaba cada inepto como jefe, cada vez peor, caramba”. 

Pensé que el negocio en el que había invertido su liquidación era una flotilla de taxis, pero no. “Puse una fabriquita de tortillas, digo, no era una simple tortillería. Pero cometí muchos errores, principalmente porque me confié demasiado. Tenía un socio y no me di cuenta de lo que se llevaba. Me pasé de buena gente con los empleados, les pagaba bien, les daba permisos y luego fueron unos malagradecidos. Me sucedió de todo: se descompuso una de las máquinas, nos agarraron de bajada del Ayuntamiento, mordida a cada rato... Pero mi peor error fue usar la tarjeta de crédito, gastito aquí, gastito allá, y ¡sopas! cuando vi ya era impagable, el maldito de mi socio se hizo el desentendido y acabó dejándome con todo el paquete. Yo me puse muy mal en esos días porque no sabía qué hacer, me dio un pre-infarto, no me quedaba más que rezar. Por esos días, mi mujer me acatarraba ‘mejor vende, viejo, no importa lo que te den’, y fíjese que sí me salió un comprador”.

En este punto de la narración, yo respiré pensando en que el hombre había vendido y con lo que le dieron al menos se compró el taxi. “Pues no, no vendí porque en eso me buscaron del banco para que reestructurara, que les abonara una parte y el resto lo fuera pagando. Ahí me di cuenta de con quién contaba y con quién no, porque para juntar lo del abono busqué a los amigos y familiares a quienes alguna vez había ayudado y nadie me echó la mano. Mire, uno de mis concuños, quien por cierto me debía dinero desde hace mucho, fue capaz de inventar que yo acosaba a mi cuñada, hizo el escándalo con tal de que yo no le cobrara la lana. Aún así conseguí un dinerito, firmé con el banco y me dije a mi mismo que ésta era la segunda oportunidad, así que trabajé como loco. Enmendé los errores que había cometido antes, me comenzó a ir mejor, pero lamentablemente ya no me alcanzó el tiempo: llegó el banco y me embargó todo.”

La historia de este hombre me tenía impactada, ya casi llegábamos pero quería escuchar el final. “¿Sabe usted? Dios es muy grande, todo esto que me sucedió me sirvió para darme cuenta de lo alejado que me encontraba de Él. Así que me encomendé y busqué a un amigo que tiene taxis y míreme, trabajo no me falta, poco a poco voy pagando las deudas que me quedaron”. No sabía si decirle algo reconfortante porque el hombre parecía tan entusiasmado, al bajarme le dejé el cambio como propina, a lo que respondió “que Dios la bendiga”. Me quedé pensando en los miles de trabajadores que son recortados cada semana… tal vez tiene razón el taxista, todo es cuestión de fe.

Publicado en el diario el 23 de octubre de 2009