Conforme pasaban los años S odiaba cada vez más su trabajo. Sobre todo en tiempo de lluvias. La nausea era de las primeras sensaciones de su día, porque sabía que la rutina ordinaria se vería trastocada por el exceso de trabajo, y que sus compañeros lejos de ponerse las pilas, los muy mulas le dejarían a ella la mayoría de las llamadas. Pese a que se le torciera el hígado, ella atendería una queja tras otra, mientras los holgazanes se iban a desayunar, tardaban horas en el baño o simplemente dejaban sonar el teléfono. “Yo no soy una burócrata” se consolaba y por eso, en un principio, dedicaba sus ratos libres a conocer las otras áreas de CFE para investigar por qué a cada rato se iba la luz, las rutas de las cuadrillas de reparación y su demora, o el des-abasto de materiales del almacén.
Hace un año, por estas fechas, sucedió que las tormentas fueron terribles (o fue también porque ya de plano los transformadores estaban en las últimas), la cuestión es que hubo en la ciudad apagón tras apagón y las llamadas de los reportes aumentaron en número y furia. S en verdad intentó ser paciente con los usuarios. En las primeras horas del día se esmeró en amabilidad, incluso trató de tranquilizarlos con argumentos técnicos, les decía la estadística del número de colonias que habían quedado sin energía, les pasaba la clave de reporte, e incluso el número de la cuadrilla encargada de la zona. Ya para el mediodía se limitó a escucharlos, a dejar que se desahogaran. Así fue recibiendo historias de los daños: desde el que tenía qué acabar un trabajo en la computadora y mandarlo por mail, pasando por la descripción de todos los alimentos que las señoras reportaban se iban a descomponer en el refri, hasta los que tenían familiares enfermos que necesitaban aparatos. El que más le impresionó fue el señor de una restaurancito que con voz quebrada le dio cuenta de los kilos de carne que se le echarían a perder, le impresionó porque lo conocía (ella iba a veces al lugar), y porque fue justo con él, con quien S perdió los estribos. Le dijo, con lenguaje bastante florido, que ella no tenía la culpa, que dejara de estar… llamando.
Ese día terminó en Urgencias del IMSS porque le entró un dolor agudísimo en el estómago, que resultó ser no apendicitis sino una crisis nerviosa. De ahí salió con una cita (programada a 3 meses después), para salud mental. Pero S ya llevaba su plan de sanación. A los pocos días buscó a su amiga que trabajaba en telemarketing y así consiguió un turno para promocionar productos bancarios y ser ella la que atosigara a los usuarios. Era muy buena para cacharlos en sus mentiras: ellos se hacían pasar por personas de servicio, ser de la tercera edad, fingir tos o dejar el teléfono colgado cerca de la bocina de la tele. S no se inmutaba, simplemente pasaba el reporte para que fueran llamados al día siguiente.
Bueno, en una ocasión sí se alteró. Se trataba de un sujeto bastante obstinado que se puso a debatirle sobre su derecho a no ser llamado, ella insistió con saña en el beneficio de tener una tarjeta adicional, entonces él le preguntó a bocajarro “¿cómo estás vestida?”. S colgó asustada, pero no durmió bien pensando en que el sujeto la había derrotado, por ello se decidió a hablarle de nuevo al día siguiente… Al paso de los meses ellos fueron cambiando de temas, hasta que llegó el momento en que decidieron conocerse en persona. Se vieron en un lugar del centro, no tenían ni 20 minutos, cuando se escuchó un trueno espantoso y se fue la luz. No llamaron al 071, simplemente disfrutaron la intimidad de la noche.
(Publicado el 21 de agosto de 2009)