(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
G se entusiasmó mucho cuando conoció a S. “Es un hombrezote con aspecto rudo. ¡Imagínate, es del Norte”, me dijo y yo de inmediato pensé que tendría bigote y voz ronca. ¿A quién no le gustan los hombres así? Pasaron unas semanas y cierta cara de satisfacción de G me hicieron suponer que las cosas iban bien con S, me dio gusto por un lado, pero por el otro sabía que llegaría el momento en que me invitaría a alguna salida para conocer al tipo, porque extrañamente eso es uno de los ritos de toda buena amistad.
Efectivamente llegó el día en que fuimos a cenar y en los primeros momentos G, si bien físicamente distaba un poco de lo que había imaginado, sí me pareció norteño y rudo. Únicamente en los primeros momentos… entre chistes y comentarios demasiado aniñados y excesivos gestos cariñosos de S hacia G, trataba yo de aparentar naturalidad. Ya avanzada la noche S preguntó en tono meloso a G “¿Nos vamos ya a mimir [traducción: dormir]?”, la cara de G enrojeció al instante y sólo atinó a decir secamente “Sí, ya vámonos”. Ya supondrán ustedes que inevitablemente en mi siguiente encuentro con G abundaron la carrilla, imitaciones y risas sobre el hecho, pero también las confesiones de G sobre otras cursilerías de S, mismas que en verdad la pena ajena no me permite repetir.
Tal vez lo mío sea envidia. A veces me gustaría manifestar mis afectos con tal autenticidad, es decir, no sólo con la ropa y accesorios de color rosa que uso porque hacen juego con el humor negro (claro, el negro combina con todo). Aún recuerdo a aquella maestra que un día me llamó para felicitarme por haber obtenido algún triunfo escolar y posteriormente me regañó por no mostrar entusiasmo alguno. “¡Vive, niña! No es normal que no te alegres”, me dijo y yo entonces sonreí, pero más bien porque me hizo gracia su angustia.
Mi hipótesis es que se trata de una cuestión de hábitos familiares. He estado en casas en donde todos se abrazan y elogian, que son cariñosos aún con las visitas. Unos conocidos son el ejemplo vivo de la armonía. Los años los han llevado a comprar comedores cada vez más grandes porque con el casamiento de las hijas y llegada al mundo de nietos, son más los comensales. En ambientes así, debo admitir, me siento incluso incómoda.
Lo mismo me pasaba con la señora N. Ella se distinguía por hablar despacio, y con tal dulzura moralina que uno no podía hacer otra cosa que enderezar la espalda y sentirse profundamente pecador. Pero un buen día, nos contó que su hija tenía problemas porque su marido no entendía la razón por la cual se empeñaba en levantarlo a él y a los niños, los sábados a las 6 de la mañana, para ir a misa de 7. “Y ahí van las criaturitas, todas adormiladas, pobrecitos ¿verdad? Es poquito dura mi hija. Yo le digo que los deje descansar aunque sea una semanita. ¿Sabe lo que me dice? Que yo fui así con ellos. ¡Ay Dios! Pues sí es cierto. Los fines de semana desde tempranito pasaba a tocarles la puerta, si no se levantaban prendía la aspiradora o ponía el radio fuertecito. Y es que yo no quería que se hicieran flojitos, tan buenos hijos ¿cómo iba yo a echarlos a perder?”
¡¡Lo sabía!! Tanta azúcar es sospechosa… prefiero estar con mis amigos y familia cercana, a los que quiero un resto; con ellos me relajo y respiro, aire un tanto frío, pero al fin respiro.
Publicado en el diario el 4 de diciembre de 2009