Friday, December 18, 2009

Dulce de cajeta

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

G se entusiasmó mucho cuando conoció a S. “Es un hombrezote con aspecto rudo. ¡Imagínate, es del Norte”, me dijo y yo de inmediato pensé que tendría bigote y voz ronca. ¿A quién no le gustan los hombres así? Pasaron unas semanas y cierta cara de satisfacción de G me hicieron suponer que las cosas iban bien con S, me dio gusto por un lado, pero por el otro sabía que llegaría el momento en que me invitaría a alguna salida para conocer al tipo, porque extrañamente eso es uno de los ritos de toda buena amistad.

Efectivamente llegó el día en que fuimos a cenar y en los primeros momentos G, si bien físicamente distaba un poco de lo que había imaginado, sí me pareció norteño y rudo. Únicamente en los primeros momentos… entre chistes y comentarios demasiado aniñados y excesivos gestos cariñosos de S hacia G, trataba yo de aparentar naturalidad. Ya avanzada la noche S preguntó en tono meloso a G “¿Nos vamos ya a mimir [traducción: dormir]?”, la cara de G enrojeció al instante y sólo atinó a decir secamente “Sí, ya vámonos”. Ya supondrán ustedes que inevitablemente en mi siguiente encuentro con G abundaron la carrilla, imitaciones y risas sobre el hecho, pero también las confesiones de G sobre otras cursilerías de S, mismas que en verdad la pena ajena no me permite repetir.

Tal vez lo mío sea envidia. A veces me gustaría manifestar mis afectos con tal autenticidad, es decir, no sólo con la ropa y accesorios de color rosa que uso porque hacen juego con el humor negro (claro, el negro combina con todo). Aún recuerdo a aquella maestra que un día me llamó para felicitarme por haber obtenido algún triunfo escolar y posteriormente me regañó por no mostrar entusiasmo alguno. “¡Vive, niña! No es normal que no te alegres”, me dijo y yo entonces sonreí, pero más bien porque me hizo gracia su angustia.

Mi hipótesis es que se trata de una cuestión de hábitos familiares. He estado en casas en donde todos se abrazan y elogian, que son cariñosos aún con las visitas. Unos conocidos son el ejemplo vivo de la armonía. Los años los han llevado a comprar comedores cada vez más grandes porque con el casamiento de las hijas y llegada al mundo de nietos, son más los comensales. En ambientes así, debo admitir, me siento incluso incómoda.

Lo mismo me pasaba con la señora N. Ella se distinguía por hablar despacio,  y con tal dulzura moralina que uno no podía hacer otra cosa que enderezar la espalda y sentirse profundamente pecador. Pero un buen día, nos contó que su hija tenía problemas porque su marido no entendía la razón por la cual se empeñaba en levantarlo a él y a los niños, los sábados a las 6 de la mañana, para ir a misa de 7. “Y ahí van las criaturitas, todas adormiladas, pobrecitos ¿verdad? Es poquito dura mi hija. Yo le digo que los deje descansar aunque sea una semanita. ¿Sabe lo que me dice? Que yo fui así con ellos. ¡Ay Dios! Pues sí es cierto. Los fines de semana desde tempranito pasaba a tocarles la puerta, si no se levantaban prendía la aspiradora o ponía el radio fuertecito. Y es que yo no quería que se hicieran flojitos, tan buenos hijos ¿cómo iba yo a echarlos a perder?”

¡¡Lo sabía!! Tanta azúcar es sospechosa… prefiero estar con mis amigos y familia cercana, a los que quiero un resto; con ellos me relajo y respiro, aire un tanto frío, pero al fin respiro.

Publicado en el diario el 4 de diciembre de 2009

Los files de la FIL

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

No sólo es el frío matutino y el sol de un brillante intenso. O la gripa y tos, aunque creo que eso ya no tiene relación con la estación del año sino con la ciudad misma y las epidemias de las que pocas familias se han salvado. Pero eso no es suficiente para hacerme sentir plenamente en la última semana de noviembre, más bien es la víspera de la FIL.

A todo pueblo se le llega su fiestecita. Para muchos habitantes de este orbe, más que las fiestas de octubre, la Feria Internacional del Libro es el evento del año. Así pues, puede jurar que desde ahora varios cientos de personas (universitarios, libreros, comunicadores, etc.) están ya exhaustos por los preparativos y logística y tienen ya varias semanas eludiendo compromisos personales y su correspondencia electrónica en aras del macro-evento. Ya recuperarán el aliento de por ahí de la segunda semana de diciembre y nos contarán sus experiencias… porque cada quien vive la FIL de manera diferente.

Conozco alguien cuyo cumpleaños tiene lugar en estos días y se queja amargamente porque interfiere con sus festejos: “Justo el sábado que quiero celebrar es la inauguración. Entonces sucede que o no llega nadie, o llegan tarde y llevan amigos suyos que se encontraron en la expo y que yo no había visto nunca en mi vida”. Este cuate debería ver el lado positivo del asunto: seguro le llevan por regalo muchos libros.

Como buenos tapatíos, el asunto tiene mucho qué ver con sociabilizar. De hecho, en mi interior llevo preparada la lista de la gente con la que espero encontrarme y poder así desahogar conversaciones pendientes. No sólo eso, si se repite lo de años anteriores, también coincidiré a quienes no planeaba o no quería encontrarme; vienen a mi mente escenas incluso dramáticas en las que, a la vuelta de un stand, me topé con antiguos amores… Algo irónicamente contrario le sucedió a otro amigo en una FIL. Para esas fechas él estaba muy entusiasmado con una chica y después de varios intentos fallidos finalmente consiguió que ella le aceptara una salida. A su decir, ella era muy bonita y distinguida, pero muy fresa. Planeó la cita para comenzar con una visita a la mentada feria. Él notó que ella estoicamente recorrió los pasillos sin voltear a ver un solo libro, a la salida la chica no podía disimular su enojo: “¿A qué lugar me trajiste? ¡No me encontré a nadie y nadie me vio!”. No necesitaron más salidas: obviamente eran incompatibles.

Para muchos, esta semanita es la ocasión de hacer buenos negocios, pese a la consabida merma de mercancía. Los libreros saben que muchos ejemplares quedarán destrozados por el manoseo del público y, por supuesto, muchos otros simplemente desaparecerán, por más sistemas de vigilancia. “Si al menos supiera que en verdad los van a leer, otra cosa sería, pero luego aparecen en los botes de basura”, me comentó un expositor, su teoría es que esto lo hacen las “hordas” de estudiantes de secundaria y prepa que llegan en tremendos camiones y hacen tal alboroto que impiden a los verdaderos lectores disfrutar la vendimia.

Así pues, preparémonos para esta edición: hagamos un espacio en la agenda para ir al menos un par de días; escondamos los libros del año anterior que no alcanzamos a leer (para evitar culpas), busquemos unos cómodos zapatos y compañía para los conciertos. Y muy importante: ensayemos la mejor sonrisa para partir plaza en nuestra feria.

Publicado en el diario el 27 de noviembre de 2009

Tuesday, December 15, 2009

El candidato a doctor y la engrapadora más cara

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)


Su currículum es impresionante: algunas menciones honoríficas, estudios de postrado en una universidad estadounidense de reconocido prestigio. Él trabajó en una oficina de asesores de primerísimo nivel en la administración federal hace casi una década. En suma, tiene una gran experiencia como académico y como consultor. Supongo que cuando consiguió la plaza como profesor huésped de la Universidad de Guadalajara se sintió satisfecho, pese al bajísimo salario.


Perdonen, pero aquí tengo que hacer una pausa a la narración para aclarar algo. Probablemente muchos de ustedes estén pensando que quien tiene una plaza de tiempo completo en la UdeG es privilegiado. Sí lo es porque día con día está en chino conseguir una, lo que resulta muy nocivo para el desarrollo de la ciencia y la tecnología, porque no existe un relevo generacional. La figura de “asistente de investigación” prácticamente está extinta y hay un número increíble de maestros, doctores y hasta posdoctores esperando conseguir un espacio laboral estable en la casa de estudios. Pero cualquiera que tenga un poco de tiempo podrá comprobar que el salario de la categoría de profesor asistente (en el nivel más alto, el “C”) no supera los seis mil pesos mensuales; estamos hablando de un profesor con licenciatura que, por ley, tiene un horario de 40 horas semanales, de las cuales destina entre cinco y 24 horas a dar clase. Por cierto, en esta categoría no se tiene derecho a recibir “estímulos” de programas federales, lo que en otras representa un complemento de sueldo. Discúlpenme, pero ese salario no es suficiente para pagar una renta de un departamento pequeño, tener un vehículo y mantener una familia, ya no digamos para pagarse cursos de actualización o comprar libros.

El profesor con mayor jerarquía (titular C) gana poco más de 16 mil pesos. A muchas familias mexicanas les puede parecer una suma que aceptarían gustosamente, pero eso es por la gran desigualdad y pobreza en la que vivimos. La cuestión es que hablamos de la máxima categoría, que requiere de estudios de doctorado, publicaciones o productos de investigación que sólo pueden lograrse con una dedicación plena (¡efectiva!) a la labor académica. En universidades de primer mundo, mexicanas privadas o también públicas pero en el Distrito Federal, un profesor con ese perfil obtiene varias veces más ese salario.

Vuelvo a la historia de nuestro Dr.(c), que es el prefijo que ahora suele usarse para quienes concluyeron los estudios de doctorado pero aún no han obtenido el título. El gusto de conseguir la plaza de profesor huésped le duró muy poco. Primero porque tardaron varios meses en comenzar a pagarle, luego porque el salario no le alcanzaba para instalarse apropiadamente en la ciudad, hacerse de un automóvil (ya que el transporte público en Guadalajara es imposible) y mantener a su familia, en la forma en que estaba acostumbrado. Luego porque no llegaron los complementos salariales que pensó que tendría; para sacar adelante la economía familiar comenzó a saturarse de clases adicionales en universidades privadas. Finalmente, jamás tuvo la tranquilidad de sentarse en santa paz en un cubículo de investigación (el que tenía era bastante incómodo, por cierto, y con señal de Internet exageradamente deficiente, lo que resulta trágico para un investigador), así que no concluyó su tesis doctoral y con ello se vinieron abajo sus posibilidades de que la plaza de profesor huésped se convirtiera en una plaza de “a de veras”; es decir, de tiempo completo y estable.

Los tiempos políticos no le favorecieron. Con eso de que las elecciones paralizaron al país, en el terreno de la consultoría tampoco pudo conseguir nada interesante. Un buen día una amistad le ofreció un trabajo temporal en el DF, en una secretaría de estado. La oportunidad se debía a que preparaban las entregas-recepción, así que sólo sería un par de meses. Ahí en esa oficina federal conoció a la engrapadora más cara, posiblemente de todo el mundo. Era por todos sabido que ella estaba ahí gracias a encontrarse muy bien posicionada en el partido en el gobierno. Por el nivel que nos comentó el Dr.(c) en el que ella se desempeñaba, se puede deducir que percibía un sueldo mensual arriba de los 50 mil pesos. En el tiempo que él estuvo ahí, la labor de ella era recibir de manos de otro subordinado (pariente de algún legislador del mismo partido) los reportes o documentos que generaban el Dr.(c) y otros, les ponía una grapa y los pasaba al subsecretario.

Regular los salarios públicos innegablemente es un tema de primer orden para la agenda nacional. Existe una gran inconformidad respecto a una serie de anomalías: exceso de personal público en algunas dependencias (y carencia en otras, se me viene a la mente el ejemplo de los inspectores ambientales), sueldos excesivos de algunos funcionarios que incluso superan el del presidente de la república, desigualdad entre los primeros niveles y los empleados de la base, ingresos disfrazados como bonos u otras prestaciones, opacidad de la información salarial, baja correspondencia entre función realizada y salario, funcionarios poco capacitados, corrupción, etcétera.

Híjole, la verdad es que es bastante complicado. ¿Podríamos tener un poco de fe y esperar que la política de salarios públicos entienda esta complejidad, su objetivo sea resolver los problemas de fondo y no únicamente tomar medidas paliativas para ganar simpatía popular?

Ah, por cierto, después de conocer a la engrapadora más cara, el Dr.(c) decidió que no volvería a trabajar en la administración pública federal, porque en nada se parecía a la experiencia laboral que tuvo cuando su conocimiento y técnica en asuntos de gobierno eran un insumo real para las decisiones públicas.

Publicado en el diario el 20 de noviembre de 2009