(Publicado en Ocio, suplemento de Público, Milenio, 8 de mayo de 2009)
Era mayo. M sabía que eso significaba, además del calor, que pronto sería el día diez y pasarían dos cosas. Que nuevamente no se había concentrado lo suficiente, ni ahorrado lo debido, para comprar un presente ideal para su jefecita, quien para colmo era una madre poco convencional, por lo que ropa, accesorios, o cualquier otra cosa fancy era sin duda almacenada en su enorme tocador, sin que saliera de ahí en muchos años.
Lo segundo es que su querida amiga D le mandaría un mensaje de felicitación el mero día. M no sabía si D le quería decir “mamacita”, como sinónimo de chula y guapa; o bien, si obedecía a una conversación de hacía muchos años. Cuando M no había superado la pérdida de su único embarazo, le comentó a D que lamentaba, además de pérdida en sí, no poder compartir sus experiencias de la gestación con las demás mujeres que sabía embarazadas, porque en seguida preguntaban “¿y cuántos años tiene ya tu niño?”, M tenía qué contarles el desenlace y luego consolarlas por la tristeza que la historia les causaba. “Los diez de mayo, lamento tener que ignorar ante todos que no es mi día” le dijo entonces a D. Pero eso fue hace mucho tiempo, a M ya no le importaba eso, tenía razón quien le dijo que el olvido era el verdadero don, olvidar el dolor permite seguir adelante.
Ahora la preocupación de M era otra. Se le aproximaban los 40, esa fecha mágica tras de la cual las mujeres se vuelven estériles, aparecen las patas de gallo, entre otros cambios de seguro terribles. Gracias a una serie de relaciones amorosas fallidas e incluso exóticas (“me cae que coleccionas freaks” solía burlarse de ella uno de sus amigos), M estaba sin novio ni amante, pero eso sí con una gran experiencia, que no podía compartir con las más jóvenes, porque ellas eran mucho más alivianadas. A M le tocó ser de esa generación de superwomen (estudiadas, exitosas y guapas), lo cual parece ser un antígeno para los hombres de su edad y mayores.
M no sabía que T tampoco quería festejar el 10. T era la señora que hacía el aseo en el mismo edificio de su oficina. M y T se encontraba a ratos, principalmente cuando M se salía a fumar un cigarrito y platicaban. T era madre de muchos hijos, la última vez que su marido la golpeó se armó de valor para dejarlo, trabajó dobles turnos y se rentó un departamentito para no estar de hacinada con sus hermanos. T vivía mejor a costa de las friegas. Tal vez fue el mismo cansancio, por lo que aceptó ver de nuevo a su ex.
Eso de la fertilidad es verdaderamente extraño, mientras muchas parejas pasan años buscándola, a T le bastaron unas semanas para quedar encinta. A T se le aproximaban los 30, a esa edad cuesta trabajo creerle al hombre que cambiaría, dejaría la botella y las mujeres, pero sobre todo, que le pasaría dinero. Así que era o sacar a uno de los hijos grandes de la escuela para cuidar al bebé o suspender el embarazo. T pertenecía a ese estrato social de absoluta vulnerabilidad, que se transmite de una generación a otra.
Por fortuna, en este milenio de pobrezas y desequilibrios, también están la globalización, la tecnología y el reconocimiento de derechos. En el largo plazo, esperemos, decidiremos mejor, construiremos otros modelos y tal vez siga lo del diez de mayo, pero en diferente.
Sunday, May 17, 2009
En la intimidad del cubrebocas
(Publicado en Ocio, suplemento de Público Milenio, 1o. de mayo de 2009)
Las instrucciones de las autoridades fueron claras: minimice la exposición con el resto de los humanos o las secuelas de su humanidad, sudores, saliva, ¡partículas! Evitar las aglomeraciones, suspender actividades, anteponer un cubrebocas entre uno y el mundo sin duda remite a reflexionar sobre la dimensión de lo íntimo.
Nuestras vidas cambiaron de por ahí del lunes conforme fue fluyendo la información, la confiable y oficial, pero también la otra información, los rumores y mitos, que como virus tienen un origen desconocido, se propagan fácilmente, mutan y pueden ser muy nocivos. ¿Alguien ha pensando en los pobre porcicultores? Tuvieron la mala suerte de que la gripa llevara el nombre de su producto y, por si las dudas, mucha gente no está comiendo carne de cerdo. Si el fin de semana se prevé sea raro, pensar que tampoco haya tortas ahogadas me parece algo insoportable, así que si tienen la oportunidad, corran la voz: los cerdos no son malos.
Las células de la sociedad, las familias, tienen sus mecanismos de protección. Las llamadas, mensajes de celular, mails, consejos y recomendaciones fluyen. Si alguno de sus parientes es médico su teléfono posiblemente esté ocupado atendiendo todo tipo de dudas y consultas de amigos y conocidos. Porque, claro está, en las dinámicas grupales, no falta aquel que de por sí vivía obsesionado con aquello de los microorganismos. En mi familia, permítanme compartirlo, parece haber dos bandos: los obsesivos y los bonachones. La campeona de los obsesivos lleva siempre en su bolsa alcohol en gel para darle una limpiadita a los cubiertos aun en el mejor de los restaurantes. Los bonachones solemos, por ejemplo, confundir el vaso propio por el del compañero o probar la comida de la cazuela con la cuchara que será servida. En estos días, los obsesivos nos narran las aventuras de cómo intentaron conseguir una vacuna, por arriba del cubrebocas, nos miran con superioridad queriendo decir “teníamos razón”. La respuesta de los bonachones es “coff, coff, esta maldita fiebre me está matando”, lo que no les hace tanta gracia, ni siquiera si estamos sentados en extremos opuestos de la mesa.
Pero las bromas, son inevitables, ¿qué le vamos a hacer? Somos mexicanos. Tenemos humor negro, tanto como actitudes poco fraternas como la reventa de cubrebocas o los asaltos de los enmascarados de cubrebocas . Tomar las cosas con calma y buen humor siempre es importante, noticias, tragedias, epidemias y crisis son parte del ciclo natural, pero lo íntimo es también identificar que en nuestro pequeño espacio podemos encontrar la manera de pasarla bien y reinventar nuestros ocios.
Si me aceptan una sugerencia para estos días, pensemos también en lo íntimo como la dimensión del micro. Los virus buscan su sobrevivencia y expansión en otros organismos, o sea, nosotros. En tanto, nosotros los humanos con aquella soberbia que caracteriza nuestra especie ignoramos por completo de qué se trata. Nuestra ignorancia nos hace aún más vulnerables. Es irónico que en el año de la Astronomía (a todo el mundo le interesan las estrellas) nuestro problema está en la otra escala, en el microcosmos. Así que, si el tedio, las discusiones familiares, o las estadísticas confusas ya lo hartaron, lávese las manos, quítese el cubrebocas, y déle gusto esa curiosidad científica que todos llevamos dentro.
Las instrucciones de las autoridades fueron claras: minimice la exposición con el resto de los humanos o las secuelas de su humanidad, sudores, saliva, ¡partículas! Evitar las aglomeraciones, suspender actividades, anteponer un cubrebocas entre uno y el mundo sin duda remite a reflexionar sobre la dimensión de lo íntimo.
Nuestras vidas cambiaron de por ahí del lunes conforme fue fluyendo la información, la confiable y oficial, pero también la otra información, los rumores y mitos, que como virus tienen un origen desconocido, se propagan fácilmente, mutan y pueden ser muy nocivos. ¿Alguien ha pensando en los pobre porcicultores? Tuvieron la mala suerte de que la gripa llevara el nombre de su producto y, por si las dudas, mucha gente no está comiendo carne de cerdo. Si el fin de semana se prevé sea raro, pensar que tampoco haya tortas ahogadas me parece algo insoportable, así que si tienen la oportunidad, corran la voz: los cerdos no son malos.
Las células de la sociedad, las familias, tienen sus mecanismos de protección. Las llamadas, mensajes de celular, mails, consejos y recomendaciones fluyen. Si alguno de sus parientes es médico su teléfono posiblemente esté ocupado atendiendo todo tipo de dudas y consultas de amigos y conocidos. Porque, claro está, en las dinámicas grupales, no falta aquel que de por sí vivía obsesionado con aquello de los microorganismos. En mi familia, permítanme compartirlo, parece haber dos bandos: los obsesivos y los bonachones. La campeona de los obsesivos lleva siempre en su bolsa alcohol en gel para darle una limpiadita a los cubiertos aun en el mejor de los restaurantes. Los bonachones solemos, por ejemplo, confundir el vaso propio por el del compañero o probar la comida de la cazuela con la cuchara que será servida. En estos días, los obsesivos nos narran las aventuras de cómo intentaron conseguir una vacuna, por arriba del cubrebocas, nos miran con superioridad queriendo decir “teníamos razón”. La respuesta de los bonachones es “coff, coff, esta maldita fiebre me está matando”, lo que no les hace tanta gracia, ni siquiera si estamos sentados en extremos opuestos de la mesa.
Pero las bromas, son inevitables, ¿qué le vamos a hacer? Somos mexicanos. Tenemos humor negro, tanto como actitudes poco fraternas como la reventa de cubrebocas o los asaltos de los enmascarados de cubrebocas . Tomar las cosas con calma y buen humor siempre es importante, noticias, tragedias, epidemias y crisis son parte del ciclo natural, pero lo íntimo es también identificar que en nuestro pequeño espacio podemos encontrar la manera de pasarla bien y reinventar nuestros ocios.
Si me aceptan una sugerencia para estos días, pensemos también en lo íntimo como la dimensión del micro. Los virus buscan su sobrevivencia y expansión en otros organismos, o sea, nosotros. En tanto, nosotros los humanos con aquella soberbia que caracteriza nuestra especie ignoramos por completo de qué se trata. Nuestra ignorancia nos hace aún más vulnerables. Es irónico que en el año de la Astronomía (a todo el mundo le interesan las estrellas) nuestro problema está en la otra escala, en el microcosmos. Así que, si el tedio, las discusiones familiares, o las estadísticas confusas ya lo hartaron, lávese las manos, quítese el cubrebocas, y déle gusto esa curiosidad científica que todos llevamos dentro.
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