(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
L tiene un no-sé-qué, cierta elegancia que combina bien con su aire intrépido. Confieso que me impresionó al conocerlo, pero aún más cuando recorrimos la autopista a su acostumbrada velocidad. Además es azul, mi color favorito. Entiendo por qué C tiene una relación idílica con L, su auto deportivo.
Como toda bonita pareja, a veces tienen desavenencias. A veces me pongo del lado de L, no debe ser sencillo aguantar a un compañero con tantas ocupaciones y tal nivel de estrés, un vehículo así sería merece ser disfrutado… En su peculiar manera de llamar la atención, L se descompone en momentos difíciles para C; por lo general en noches de fin de semana. Su mejor acto de berrinche suele involucrar mangueras rotas y las consecuentes fugas de agua o gasolina. Aún así, enojado, L no pierde la elegancia ni pone en riesgo a C, se descompone siempre en lugares seguros.
En la última ocasión, el desperfecto tuvo lugar exactamente afuera de una gasolinera. Esa noche, C no tenía ánimos de chantaje alguno y soltó a L la más florida de las peroratas. A C le parecía completamente injusta tanta incomprensión por parte de L: sabía perfectamente que estaba teniendo unos días complicadísimos en el trabajo y en su vida personal, que ya le tenía agendada a C una cita de servicio en la agencia, para la próxima semana, y que pese a estar tan ocupado le había arreglado la tenencia y los pendientes administrativos. Muerto de coraje, pensó C en dejarlo ahí abandonado (además de la gasolinera la zona estaba por completo despoblada), pero la razón siempre impera, así que no le quedó de otra e hizo la larga llamada a la aseguradora para que enviaran una grúa.
Cuando llegó el de la grúa, C y L estaban inmersos en un tenso silencio. Con buena pericia, el hombre hizo su labor, L quedó debidamente instalado en la parte de atrás y C subió a la cabina. El de la grúa intentó hacer conversación y a C le costó un poco ponerle atención. Entonces el otro comenzó a develarle secretos de su profesión, por ejemplo, cómo lidiar con los federales, la policía estatal y la metropolicía para poder transitar en carriles de alta velocidad. Le contó historias graciosas de infractores, choques y mordidas, entonces C comenzó a sonreír. Justo entonces, el de la grúa le soltó una frase una frase reveladora: “Mire, jefe, aquí al que se deja lo perjudican”. A C le cayó el veinte de muchas cosas que le sucedían en su vida y pensó que no era casualidad que L se hubiera descompuesto en ese momento y el destino le hubiera enviado a ese señor de la grúa, alguien amable y a todas luces esmerado en hacerle cambiar de humo. Sin duda un emisario, como en aquel film “Las alas del deseo”.
Durante el resto del trayecto hacia la agencia, conversaron mucho. Una vez hospitalizado L, el de la grúa ofreció darle ride a su casa. Poco antes de llegar, C le pidió la tarjeta, por si en el futuro necesitaba de sus servicios. El de la grúa dudó un poco: “no tengo, pero mi nombre viene en el recibo… no se le va a olvidar porque es un nombre muy gracioso… toda mi vida lo he padecido. Por eso me dedico a esto, aquí no importa tanto”, entonces, con su pintoresco modo de hablar, narró con detalle cómo esa situación lo había puesto en aprietos. C rio a mandíbula batiente, la suya no fue una risa de burla del hombre de la grúa y su nombre anticuado. Fue una risa catártica, una risa del alma.
Publicado en el diario el 12 de marzo de 2010