Tuesday, September 8, 2009

Lo peor de dos mundos

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Tengo una confesión que hacer: me encantan los hombres. En general y en algunos casos todavía más. Amigas queridas, no se ofendan, me la paso re-bien con ustedes, pero con los hombres… Además de la atracción natural, creo que hay otras dos razones. Primera, que lo desconocido resulta siempre atractivo. La segunda, que los hombres suelen ser menos complicados que nosotras, más directos y obvios, a excepción de cuando se está de ligue, hay que decirlo. Por eso entiendo perfectamente a los hombres que gustan de los hombres. Mi gran amigo dice: “soy gay para no aguantar los rodeos, berrinchitos y malas interpretaciones de los hetero; somos mundos distintos, mejor estar con quien te entiende”. Sin duda el mejor amigo de una mujer es el gay; aquella que no tenga uno se pierde de algo muy valioso: una relación de mutua admiración, de ayuda, de intereses comunes (hombres, por ejemplo, podemos hablar de ellos hasta el infinito) ¡y sin ninguna rivalidad!

Hace unos meses fui al norte del país, a visitar a mi prima. A ella sus amigos gay se le habían multiplicado, primero era una pareja, luego se separaron y cada uno se juntó con otro. Las dos nuevas parejas se las arreglaron para entretenerme y mostrarme los atractivos turísticos del lugar, mientras mi prima trabajaba. En las noches nos reuníamos con más amigos de ellos y por eso supe de fantásticas historias gay que darían para escribir todo un libro. Pero la brevedad me obliga, así que sólo podré hablarles de D, quien me impresionó porque llevaba una bufanda de color mostaza hermosísima. Le pregunté a qué se dedicaba, me dijo que básicamente a cuidar a su hija de tres años, pero que en sus ratos libres trataba de vender cosas. No pude disimilar mi sorpresa, ni él las ganas de desahogarse.

D tenía una mejor amiga. Ella no había sido muy agraciada por la naturaleza, ni afortunada para los amores. Como ya se sentía mayorcita, le pidió de favor a D que le hiciera un hijo, mismo que podrían cuidar entre ambos. D pensó que era una gran idea. Aceptó sin sospechar que, cuando ella ya estaba embarazada, recibiría la poco atenta visita de los hermanos de ella para exigirle que le cumpliera a la chica y se casaran, como se debe. Muerto de miedo (por el giro ilícito al que sabía que se dedicaban), D les recordó sus preferencias sexuales, así que ellos le “propusieron” que: si cumplía con las formalidades sociales del matrimonio, D podría seguir con su vida discretamente y ellos les pasarían una pensión que les alcanzaría incluso para los gustos nada baratos de D. Tampoco le pareció mal el acuerdo, hasta que, después de la boda y del parto, la amiga comenzó a exigirle a D que cumpliera sus obligaciones maritales o, de lo contrario, le diría a sus hermanos que no era feliz. Él se defendía diciéndole que no hasta que ella bajara de peso y mejorara su aspecto, porque de plano a él no se le antojaba, pero estas excusas pocas veces funcionaban. El último trato que hicieron, cuando la hija estaba más grandecita, era que D la cuidaría durante el día mientras ella se iba a trabajar (ya para entonces estaba aburrida de la casa y la “pensión” resultó no ser tan grande). En cuanto ella llegaba a casa, D se las ingeniaba para escaparse. A ella le salía lo celosa y era tenaz para perseguirlo y encontrarlo, así tuviera que acudir con su linda familia.

D se veía tan agobiado y su celular no dejaba de sonar. Se fue ya noche, muy borracho. Su teléfono apareció al día siguiente debajo del sofá: misteriosamente D lo había olvidado.

Publicado el 21 de agosto de 2009