Hay algunos fenómenos y lecciones que son inevitables cuando uno pasa de ser una familia católica clase media, como miles de otras defeñas, a una familia de migrantes chilangos en Guadalajara (con esa fama de su exacerbada devoción, cerrada y por qué no decirlo “mocha y de doble moral”). Fenómenos: tener otra perspectiva le permite a uno ser más observador y crítico; posiblemente, como en nuestro caso, se presente una gran diversidad de creencias religiosas. Las lecciones: primera evitar hablar de religión para no hacer más evidente el pecado ya de por sí mayor de ser chilango; y segunda, que hay que distinguir la religión (las religiones) respecto a Dios, tanto como a los practicantes de algún culto respecto a su institución religiosa.
Por lo visto la primera lección no la aprendí muy bien. Pero no he podido dejar de pensar en la segunda en todas estas semanas en que han salido a la luz pública los casos de pederastía por parte de sacerdotes y profesores de escuelas vinculadas a la iglesia. Es absolutamente terrible escuchar en los medios el término “depredador sexual” (calificativo utilizado para Nicolás Aguilar, prófugo y acusado de abusar de más de noventa menores), las declaraciones de las víctimas o sus padres. Uno no puede dejar de de pensar en los pequeños de su familia o amistades, sentir miedo y una profunda indignación (“¿ves cómo el mundo sí es una porquería?” solía decir uno de mis amigos y se empeñaba en contar las más terribles anécdotas).
Particularmente me impactó escuchar la opinión de otros padres de familia del Colegio Oxford, demeritando la demanda interpuesta por los papás del niño abusado por uno de sus maestros y cuestionando que tal acto hubiese ocurrido; si yo estuviera en ese caso estaría aterrada pensando que a mi(s) pequeño(s) pudiera pasarle lo mismo. Pero fue más mi sorpresa de escuchar el discurso del hermano del profesor presuntamente violador, en donde casi literalmente lo defendía en una forma rarísima y exagerada. Tanta exaltación (pensé en fundamentalismo) hizo que me preguntara si él también había sido víctima de su hermano. Bueno, el experto a quien atinadamente ese noticiero también pidió su opinión, consideró que justamente es una conducta usual negar y proteger al grupo en casos de fanatismo religioso e hizo un análisis de discurso bastante interesante y creíble.
“En mi primaria eran bien c… cuando mis compañeros ‘traían’ a alguno entre todos lo agarraban y le metían un lápiz por ahí”. Me contó uno de mis amigos alguna vez que hablábamos de los inconvenientes de la doble moral que puede reproducirse en las escuelas religiosas. Ni siquiera recuerdo qué le contesté porque me quedé de a cuatro. ¿Acaso no es eso una violación? ¿Cómo podía ocurrir eso sin que los maestros o los padres lo supieran? La niña aquella que gritaba “¡noooo por favor!” cuando su mamá la amenazaba con meterla a una escuela de monjas (“mira, la están exorcizando” decía su hermano adolescente) tal vez no estaba tan errada.
Otro de mis amigos tiene una aversión profunda a las escuelas vinculadas con la religión porque su experiencia no fue buena. Durante muchos años después de haber sido expulsado (tuvo múltiples desacuerdos con uno de los padres, pero el colmo fue cuando se rapó en imitación a uno de los Timbiriche) tomó por costumbre visitar los alrededores del colegio por las noches y romper las cristales, tanto así que los obligó a poner protecciones. Hace un par de años se encontró con aquel sacerdote a quien guardaba tanto rencor. Lo vio ya viejo y decidió no hacerle los reclamos que siempre pensó le diría.
Mucho se ha estudiado acerca de los efectos perversos (no lo digo con la connotación pecaminosa, sino en el sentido de que revierten la intención original) del fanatismo religioso. Alguna vez escuché que las diferencias abismales de desarrollo entre la América con influencia anglosajona y la hispanoamericana tienen qué ver con la religión. Según esta teoría, el catolicismo influye en que las sociedades sean menos productivas. No puedo desestimarlo porque gran parte de los problemas personales (laborales, familiares o sentimentales) de quienes me rodean parece muy relacionado con la doble moral que la práctica religiosa latinoamericana.
“¿Cómo es posible que una universitaria como tú no sepa de anticonceptivos?” “Mira, yo sí quería, incluso empecé a tomar pastillas, pero él se molestó. Primero dijo que no quería que se intoxicara mi organismo, luego supe que él compartía la opinión de la iglesia de que eso no era correcto. Respecto al DIU me argumentó que era un `microaborto`. Y el condón, pues no le gustaba”. Por cierto, el novio de mi amiga también era un universitario, que siempre sacaba a relucir su basta cultura, su pensamiento liberal y su apoyo a la igualdad de género.
¿Han escuchado las encuestas que denotan el bajísimo porcentaje de uso de condón de los adolescentes? Uno pensaría que ellos, que nacieron sabiendo que existía el SIDA, son más concientes y responsables al respecto… Por eso, en una de esas pláticas de cerveza, se soltó una intensa polémica cuando alguien declaró que consideraba más seguro acostarse con una prostituta de un establecimiento refinado que con una niña bien, es decir, hija de familia de buenas costumbres, porque la típica tapatía ni usa condón y acaba metiéndose con todo el mundo.
Sí comparto la opinión de quienes afirman que si la pederastía y otras prácticas nocivas inflingidas o al menos influenciadas por miembros la iglesia católica son un fenómeno social, entonces sí debería hacerse una revisión de algunos aspectos, como por ejemplo el celibato. Sin embargo, eso es un tema que corresponde a esa religión. Yo me quedó con la idea aquella que les decía de que ninguno de estos horrores tiene qué ver con la fe en Dios, ese acto individual e íntimo que los humanos solemos experimentar en la vida.
Saturday, May 16, 2009
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