(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
“Donde pasa peatón, paso yo”, era el lema de B cuando en una bocacalle era imposible ver si venía otro coche. Lo que no se le ocurrió jamás era que también podían existir peatones distraídos, estúpidos o suicidas. Jamás sabría cuál de estas tres era situación de aquel a quien vio en la mañana lanzarse a atravesar la calle que sí llevaba preferencia. Registró en automático que el peatón bajó de la banqueta y avanzó con paso confiado, así que B también pisó el acelerador y no tuvo ni tiempo de darse cuenta de qué auto los embistió, ni mucho menos del rostro del transeúnte. Tiempo después, ya en el hospital, supo que había muerto.
Conforme pasaron las semanas y el dolor se hizo medianamente tolerable, B pudo pensar con más claridad. Trataba de distraerse escuchando el tráfico que, pese a estar internado en el piso 7, le llegaba de afuera. Entonces repasaba la rutina que, de no ser por estar hospitalizado, tendría en esos momentos. La alarma del celular sonaba a las 6:06, le ponía “silencio”, luego volvía a sonar a las 6:15, entonces se levantaba, se bañaba y tomaba café con pan de dulce. Debía salir de la cochera a más tardar a las 7:05. Si lo hacía después, le tocaba el tráfico de los que entran a las 8 y llegaba tarde al checador. Muchas veces, ya en el trabajo buscaba en el google-maps las callecitas aledañas y diseñaba mentalmente rutas alternas. Y es que en verdad odiaba la media hora que transcurría a vuelta de rueda entre frenones y claxons sobre Enrique Díaz. Lo que menos soportaba era que los autos quedaran a mitad de calle, porque no preveían el semáforo en rojo.
Los días en que amanecía con paciencia, B trataba de concentrarse en el noticiero de la radio u observaba los pasajeros de los autos que venían a contramano. Si venía sólo el conductor trataba de encontrar alguno que fuera cantando, o contaba cuántos hablaban al celular o cuantos se rascaban la nariz. Si eran familias, se fijaba que hablaran entre sí, o si los niños iban peleando. Pero sobre todo, contaba cuántos coches igualitos al suyo veía pasar. En alguno de ellos, pensaba, había alguien con los mismos gustos que B, pero que vivía en el norte y trabajaba en el sur. Seguramente B y esa persona se encontraban a diario entre La Paz e Hidalgo, a eso de las 7:30 y acaso alguna vez cruzaron sus miradas de fastidio.
Ese día en que su rutina quedó interrumpida con tal violencia, no fue por impaciencia. El tráfico parecía aún más lento que de costumbre y a B se le ocurrió que podría cronometrar la última ruta alterna que había construido en el google-maps. Así, a las 7:43 de ese miércoles, se desvió de Enrique Díaz, tomó una paralela, confió en el peatón para atravesar Juan Álvarez y en el segundo siguiente tenía sed porque se recuperaba de la anestesia. Luego fueron desfilando ante él diversos rostros: algunos sin expresión que le hacían curaciones y preguntas, y otros de angustia y lástima, que trataban de consolarlo y que desviaban la mirada en cuanto podían. Como en serpientes y escaleras, regresaría al inicio de todo, es decir, debería re-aprender funciones básicas como caminar y reconocerse a sí mismo, entre muchas otras. “Gracias a Dios estás vivo… y completo”, le decían y B se quedaba callado. No tenía ánimos de discutir.
El día que lo dieron de alta, sabía que abajo en Urgencias, había alguien esperando la cama que desocupaba… tal vez alguno otro automovilista con el que alguna vez se había cruzado.
Publicado en el diario el 19 de marzo de 2010
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