(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio hasta el 23 de abril de 2010)
La verdadera nana mágica, admitámoslo, es la televisión. ¿Y cómo no? Pensemos en esa dulce sensación cuando los escuincles dejan de serlo para convertirse en adorables y relajados querubines. Es entonces cuando los padres pueden dedicarse a sus múltiples ocupaciones.
Así nosotros también, cuando fuimos niños transcurrimos largas horas ante la pantalla hipnotizante. Nuestros padres pasaban por ahí, veían a unos “monos” de ojos grandes y tiernos, y ya. No previeron las secuelas, lo que esas historias nos metieron en el subconsciente. Mucho menos sospecharon que pudo haber existido un malvado grupo de orientales diseñando cuidadosamente caricaturas, como parte de un plan visionario para que sus países se convirtieran en potencias a través de dominar nuestras mentes. Sé que suena exagerado, pero díganme, ¿cómo más puede explicarse la tortura sicológica que nos infligió capítulo tras capítulo Remi? Para quien lo haya olvidado, busque bien en su memoria la muerte de Corazón Alegre y ahí estará, bien clarito, el modus operandi del “sadomasoquismo”.
Si aún tiene dudas, converse con algún desconocido(a) de su edad acerca de los programas que vimos en la tele, y se dará cuenta de los recuerdos compartidos por generaciones enteras. Mi amiga M y yo, entramos en el tema prácticamente como postre de una buena cena y nos quedamos sorprendidas de lo mucho que tenían en común nuestras vidas amorosas no sólo entre sí, sino cierto paralelismo con la historia de Candy. Sí, ella, Candy White Andrey. Vi la serie completita al menos dos veces, M también y por supuesto también moría de amor por Terry, el guapito de pelo largo, que no obedecía las reglas, soñaba con ser artista, adverso al compromiso pero fácilmente chantajeable por la linda e inocente Susana; el mismo que al final aceptó la conveniente situación con ésta, conveniente para él, por supuesto.
Candy tuvo muchas oportunidades en la vida (familiares, de formación, de hombres), pero siempre las cedió a otros, mejor dicho, a otras. ¿Pensaba que ella no se lo merecía? ¿Acaso nadie le dijo lo que eran los “límites”? ¿Por qué en ese afán de sacrificio llegó a situaciones tan indignas? Pero también había mucho de gusto por lo tortuoso. Muchos buenos chicos la pretendieron, chavos normales, constantes, con un futuro profesional exitoso, pero ella los ignoró. Prefirió a los rebeldes, los que no le correspondían en lo más mínimo a sus atenciones. Uff, no puedo evitar proyectarme (tampoco M y otras muchas amigas). Pienso en mis grandes amores, los hombres que elegí en mi vida. De una u otra forma eran diferentes al resto (¿antisociales? me pregunto ahora), con el discurso aquel de sus “talentos incomprendidos”, de haber sido víctimas de historias personales y familiares terribles, de estar pasando por una mala racha. Y ahí fui yo, armada con la filosofía de la dulce Candy, a sacrificarme por ellos, sin pensar siquiera en el principio de reciprocidad, existente en una relación sana. Seguramente hubo muchos otros hombres, dentro de la media, a quienes entonces no vi, pero que ahora conozco como colegas o amigos. A ellos les va bien en su carrera, tienen familias y relaciones funcionales y son capaces de realizar los proyectos que se proponen.
Después de horas de recordar, compartir nuestras amargas experiencias, reír mucho y jurar desprogramarnos, mi amiga M y yo decidimos fundar el MOMUDCAN: Movimiento de Mujeres Damnificadas por Candy. ¿Alguna más quiere afiliarse?
Publicado en el diario el 16 de abril de 2010