Tuesday, April 27, 2010

Afiliadas al MOMUDCAN

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio hasta el 23 de abril de 2010)

La verdadera nana mágica, admitámoslo, es la televisión. ¿Y cómo no? Pensemos en esa dulce sensación cuando los escuincles dejan de serlo para convertirse en adorables y relajados querubines. Es entonces cuando los padres pueden dedicarse a sus múltiples ocupaciones.

Así nosotros también, cuando fuimos niños transcurrimos largas horas ante la pantalla hipnotizante. Nuestros padres pasaban por ahí, veían a unos “monos” de ojos grandes y tiernos, y ya. No previeron las secuelas, lo que esas historias nos metieron en el subconsciente. Mucho menos sospecharon que pudo haber existido un malvado grupo de orientales diseñando cuidadosamente caricaturas, como parte de un plan visionario para que sus países se convirtieran en potencias a través de dominar nuestras mentes. Sé que suena exagerado, pero díganme, ¿cómo más puede explicarse la tortura sicológica que nos infligió capítulo tras capítulo Remi? Para quien lo haya olvidado, busque bien en su memoria la muerte de Corazón Alegre y ahí estará, bien clarito, el modus operandi del “sadomasoquismo”.

Si aún tiene dudas, converse con algún desconocido(a) de su edad acerca de los programas que vimos en la tele, y se dará cuenta de los recuerdos compartidos por generaciones enteras. Mi amiga M y yo, entramos en el tema prácticamente como postre de una buena cena y nos quedamos sorprendidas de lo mucho que tenían en común nuestras vidas amorosas no sólo entre sí, sino cierto paralelismo con la historia de Candy. Sí, ella, Candy White Andrey. Vi la serie completita al menos dos veces, M también y por supuesto también moría de amor por Terry, el guapito de pelo largo, que no obedecía las reglas, soñaba con ser artista, adverso al compromiso pero fácilmente chantajeable por la linda e inocente Susana; el mismo que al final aceptó la conveniente situación con ésta, conveniente para él, por supuesto.

Candy tuvo muchas oportunidades en la vida (familiares, de formación, de hombres), pero siempre las cedió a otros, mejor dicho, a otras. ¿Pensaba que ella no se lo merecía? ¿Acaso nadie le dijo lo que eran los “límites”? ¿Por qué en ese afán de sacrificio llegó a situaciones tan indignas? Pero también había mucho de gusto por lo tortuoso. Muchos buenos chicos la pretendieron, chavos normales, constantes, con un futuro profesional exitoso, pero ella los ignoró. Prefirió a los rebeldes, los que no le correspondían en lo más mínimo a sus atenciones. Uff, no puedo evitar proyectarme (tampoco M y otras muchas amigas). Pienso en mis grandes amores, los hombres que elegí en mi vida. De una u otra forma eran diferentes al resto (¿antisociales? me pregunto ahora), con el discurso aquel de sus “talentos incomprendidos”, de haber sido víctimas de historias personales y familiares terribles, de estar pasando por una mala racha. Y ahí fui yo, armada con la filosofía de la dulce Candy, a sacrificarme por ellos, sin pensar siquiera en el principio de reciprocidad, existente en una relación sana. Seguramente hubo muchos otros hombres, dentro de la media, a quienes entonces no vi, pero que ahora conozco como colegas o amigos. A ellos les va bien en su carrera, tienen familias y relaciones funcionales y son capaces de realizar los proyectos que se proponen.

Después de horas de recordar, compartir nuestras amargas experiencias, reír mucho y jurar  desprogramarnos, mi amiga M y yo decidimos fundar el MOMUDCAN: Movimiento de Mujeres Damnificadas por Candy. ¿Alguna más quiere afiliarse?

Publicado en el diario el 16 de abril de 2010

Sunday, April 18, 2010

Peter Panes, Matusalenes y Colones

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Cuando tenía veintitantos, pensaba poco en el futuro y cuando lo hacía, sólo vislumbraba hasta los 35. De ahí en adelante, todo se difuminaba; el número “40” parecía no existir. Algo así como los europeos de antaño que miraban al horizonte y creían que el mundo era plano y América no existía. ¿Y cómo no iba a pensar así? A los 25 mi madre ya me tenía dos hijas, a la misma edad mi abuela tal vez el doble y mi bisabuela, como diría Porrúa, ¡sepan cuántos!

Perdonen ustedes, me fui muy rápido. Me regreso usando datos que me dieron en un curso, tomados de textos de Eduardo Arriaga y del Centro Latinoamericano de Demografía. En 1900, mi bisuabuela materna y mi abuelo paterno tenía 7 y 10 años y la esperanza de vida al nacer en México era de aproximadamente 25 años. Eso explica por qué ni de chiste conocí al bisabuelo y la bisabuela y abuelo fueron un caso raro (vivieron cerca de 90). Mis abuelos maternos son de por ahí de 1930, cuando la esperanza de vida aumentó a 35 años; igual agradezco la suerte de que ellos sean outlayers y aún estén con vida. Para 1940, la categoría más cercana a mis padres, la esperanza de vida era de 39. En los 70, cuando mis hermanos y yo nacimos, los avances de la ciencia y el desarrollo hicieron que la esperanza de vida fuera significativamente más alta: de 62 años. Para 2005, se considera que los mexicanos tenemos una expectativa de vivir 73 promedio (en los países más desarrollados se aproxima a los 80).
                                                                                                                       
Lo que mi subconsciente veinteañero creyó el ocaso de la vida, es más bien la mitad. Con algunas bajas y excepciones, en mi generación somos relativamente sanos, activos y, qué placer decirlo, aún jóvenes. Además, la revolución tecnológica nos mete en ese ánimo de  innovación y, por suerte, somos del estrato con poder adquisitivo, podemos ser de los primeros en comprar los juguetitos nuevos. Tal vez esta sensación de euforia explique por qué algunos amigos tienen el síndrome de Peter Pan. Metieron reversa: se regresaron a las borracheras, vida sin compromisos y líos que teníamos hace 15 años. Con uno de ellos tengo simpáticas e interminables discusiones: él no entiende a qué me refiero cuando digo “proyecto de vida” y que me preocupa el futuro; yo no entiendo su afán de ir a tomar cervezas varias veces entresemana y que reunirse en grupos grandes de amigos ocupe el primer lugar en su agenda.

Para quienes el país-de-nunca-jamás no nos parece tan divertido, nos enfrentamos a una serie de preguntas, sin tener realmente referencias de cómo se vive una vida larga. O bueno, sí tenemos. Los mayores (“adultos en plenitud”, ya no sabemos cómo llamarlos), también están maravillados con las novedades del siglo, más aún si gozan de buena salud. ¿Qué habría hecho Matusalen con Internet, un automóvil cómodo y muchas millas acumuladas? ¡Reinventarse! Eso hacen muchos de ellos. Pienso en los famosos, como Caetano que ahora es rockero, pero también en ejemplos cercanos, mis seres queridos: mi amigo de 70 que se animó a salir del continente y pasar unos meses en Filipinas o mi padre que recién se compró una bicicleta.

¿Y yo? Entre Peter Pan y Matusalén, prefiero a Colón. Aún estoy en edad de cambiar de vida y explorar nuevos mundos con visa de estudiante de posgrado y gracias a algunos mecenas (ahora se les llama organizaciones sociales a favor de la movilidad académica). Ésa es, mis queridos lectores, la razón por la cual esta columna está llegando a sus últimas colaboraciones: para hacer bien las maletas y vislumbrar los nuevos proyectos.

Publicado en el diario el 9 de abril de 2010

Sunday, April 11, 2010

El merecido descanso

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Fue una grata sorpresa que el Dr. P haya sido invitado como profesor al mismo programa que yo. Se trataba de cursos intensivos (4 fines de semana) en León. Para optimizar, el Dr. P y yo compartimos automóvil para ir a León y en los trayectos tuvimos largas, interesantes o divertidas conversaciones, por las que supe que el Dr. P era tremendamente hiperactivo (¡acaso más que yo!), por eso, a su joven edad ya era doctor, buen académico y político. 

Partíamos hacia León siempre una hora después de lo previsto, lo que nos dejaba escaso tiempo para comer y repasar las clases que daríamos. Nos veíamos en las noches para cenar rápido y nos subíamos cada uno a su habitación para revisar mails e intentar entregas atrasadas de trabajos. Coincidíamos en creer que en algún momento debería detenerse el mundo al menos un mes para poder emparejarnos con los compromisos adquiridos. Conversamos mucho acerca de nuestra condición de workaholics. El Dr. P, con su buen humor, me dijo: “ahora que te conozco y veo que eres como yo, me doy cuenta de lo mal que estoy. De verdad trabajar así es de locos”. Después de sugerirle que fuera a terapia, le pregunté  si no le gustaría ser como esos señores que sacan su sillita a la banqueta en las tardes y ven la vida pasar? “¡Sí, claro! Así podría pensar con tranquilidad en qué hacer y los pendientes del día siguiente. ¡Ay no! ¡Hasta en la fantasía, estoy muy ocupado!”.

El año siguiente me invitaron de nuevo a dar clases en León. Sus múltiples ocupaciones impidieron al Dr. P asistir, de hecho, sólo sé de él por los periódicos, tiene ahora un cargo público. Así que me iba sola manejando. El último fin de semana, para variar, me sentía agobiadísima, pero una muy querida amiga estaba de visita en la ciudad, así que la tarde anterior la pasamos juntas, luego le di ride a casa de su tía la sicóloga, quien me saludó con el típico “¿cómo te va?”; yo tuve la cortesía de responder con sinceridad, es decir, enumeré las actividades en las que estaba inmersa, que me impedían contestar “bien”. “¿Pues de qué estás huyendo que trabajas tanto?”, me increpó. Si me hubiera detenido a reflexionar lo que quería decirme, tal vez no hubiera salido a toda velocidad hacia León el día siguiente, y entonces tal vez no me hubiera salido de la carretera y no hubiera llegado dos horas tarde a clases.

¿Trabajamos en exceso por huir de algún problema? ¿Por culpa? Tengo amigos, también adictos, con quienes me cito en Starbucks o Black Coffee Gallery, no sólo por el café sino por el WiFi, nos sentamos de frente, cada uno con su laptop. Ellos efectivamente tienen grandes problemas personales y tal vez son como Robert de Niro en La Misión, con una piedra gigantesca a cuestas. En mi caso, si alguna culpa expiaba ya la olvidé, por tantas ocupaciones. O es una cuestión de valores familiares: “el trabajo ennoblece al hombre y la pereza lo envilece”, nos decía mi padre; “si tienes frío, es porque estás de holgazán”, decía mi madre.

Tengo otra hipótesis. Somos clase media, tenemos instinto de supervivencia ante el peligro de extinción. Un salario no alcanza, así que nos vemos obligados a aceptar cuanta chamba extra nos ofrecen: para pagar hipotecas, seguros, contingencias médicas (el miedo de ir al IMSS), etc. “Mi nombre es F y soy adicta al trabajo” me gustaría decir frente a todos mis amigos y pedirles atentamente que mejor me inviten una cerveza o tequila, en lugar de pedirme participar en más proyectos. Creo que lo haré, después de todo, me he ganado bien unas vacaciones.

Publicado en el diario el 2 de abril de 2010