(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)
Fue una grata sorpresa que el Dr. P haya sido invitado como profesor al mismo programa que yo. Se trataba de cursos intensivos (4 fines de semana) en León. Para optimizar, el Dr. P y yo compartimos automóvil para ir a León y en los trayectos tuvimos largas, interesantes o divertidas conversaciones, por las que supe que el Dr. P era tremendamente hiperactivo (¡acaso más que yo!), por eso, a su joven edad ya era doctor, buen académico y político.
Partíamos hacia León siempre una hora después de lo previsto, lo que nos dejaba escaso tiempo para comer y repasar las clases que daríamos. Nos veíamos en las noches para cenar rápido y nos subíamos cada uno a su habitación para revisar mails e intentar entregas atrasadas de trabajos. Coincidíamos en creer que en algún momento debería detenerse el mundo al menos un mes para poder emparejarnos con los compromisos adquiridos. Conversamos mucho acerca de nuestra condición de workaholics. El Dr. P, con su buen humor, me dijo: “ahora que te conozco y veo que eres como yo, me doy cuenta de lo mal que estoy. De verdad trabajar así es de locos”. Después de sugerirle que fuera a terapia, le pregunté si no le gustaría ser como esos señores que sacan su sillita a la banqueta en las tardes y ven la vida pasar? “¡Sí, claro! Así podría pensar con tranquilidad en qué hacer y los pendientes del día siguiente. ¡Ay no! ¡Hasta en la fantasía, estoy muy ocupado!”.
El año siguiente me invitaron de nuevo a dar clases en León. Sus múltiples ocupaciones impidieron al Dr. P asistir, de hecho, sólo sé de él por los periódicos, tiene ahora un cargo público. Así que me iba sola manejando. El último fin de semana, para variar, me sentía agobiadísima, pero una muy querida amiga estaba de visita en la ciudad, así que la tarde anterior la pasamos juntas, luego le di ride a casa de su tía la sicóloga, quien me saludó con el típico “¿cómo te va?”; yo tuve la cortesía de responder con sinceridad, es decir, enumeré las actividades en las que estaba inmersa, que me impedían contestar “bien”. “¿Pues de qué estás huyendo que trabajas tanto?”, me increpó. Si me hubiera detenido a reflexionar lo que quería decirme, tal vez no hubiera salido a toda velocidad hacia León el día siguiente, y entonces tal vez no me hubiera salido de la carretera y no hubiera llegado dos horas tarde a clases.
¿Trabajamos en exceso por huir de algún problema? ¿Por culpa? Tengo amigos, también adictos, con quienes me cito en Starbucks o Black Coffee Gallery, no sólo por el café sino por el WiFi, nos sentamos de frente, cada uno con su laptop. Ellos efectivamente tienen grandes problemas personales y tal vez son como Robert de Niro en La Misión, con una piedra gigantesca a cuestas. En mi caso, si alguna culpa expiaba ya la olvidé, por tantas ocupaciones. O es una cuestión de valores familiares: “el trabajo ennoblece al hombre y la pereza lo envilece”, nos decía mi padre; “si tienes frío, es porque estás de holgazán”, decía mi madre.
Tengo otra hipótesis. Somos clase media, tenemos instinto de supervivencia ante el peligro de extinción. Un salario no alcanza, así que nos vemos obligados a aceptar cuanta chamba extra nos ofrecen: para pagar hipotecas, seguros, contingencias médicas (el miedo de ir al IMSS), etc. “Mi nombre es F y soy adicta al trabajo” me gustaría decir frente a todos mis amigos y pedirles atentamente que mejor me inviten una cerveza o tequila, en lugar de pedirme participar en más proyectos. Creo que lo haré, después de todo, me he ganado bien unas vacaciones.
Publicado en el diario el 2 de abril de 2010
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