Tuesday, April 27, 2010

Afiliadas al MOMUDCAN

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio hasta el 23 de abril de 2010)

La verdadera nana mágica, admitámoslo, es la televisión. ¿Y cómo no? Pensemos en esa dulce sensación cuando los escuincles dejan de serlo para convertirse en adorables y relajados querubines. Es entonces cuando los padres pueden dedicarse a sus múltiples ocupaciones.

Así nosotros también, cuando fuimos niños transcurrimos largas horas ante la pantalla hipnotizante. Nuestros padres pasaban por ahí, veían a unos “monos” de ojos grandes y tiernos, y ya. No previeron las secuelas, lo que esas historias nos metieron en el subconsciente. Mucho menos sospecharon que pudo haber existido un malvado grupo de orientales diseñando cuidadosamente caricaturas, como parte de un plan visionario para que sus países se convirtieran en potencias a través de dominar nuestras mentes. Sé que suena exagerado, pero díganme, ¿cómo más puede explicarse la tortura sicológica que nos infligió capítulo tras capítulo Remi? Para quien lo haya olvidado, busque bien en su memoria la muerte de Corazón Alegre y ahí estará, bien clarito, el modus operandi del “sadomasoquismo”.

Si aún tiene dudas, converse con algún desconocido(a) de su edad acerca de los programas que vimos en la tele, y se dará cuenta de los recuerdos compartidos por generaciones enteras. Mi amiga M y yo, entramos en el tema prácticamente como postre de una buena cena y nos quedamos sorprendidas de lo mucho que tenían en común nuestras vidas amorosas no sólo entre sí, sino cierto paralelismo con la historia de Candy. Sí, ella, Candy White Andrey. Vi la serie completita al menos dos veces, M también y por supuesto también moría de amor por Terry, el guapito de pelo largo, que no obedecía las reglas, soñaba con ser artista, adverso al compromiso pero fácilmente chantajeable por la linda e inocente Susana; el mismo que al final aceptó la conveniente situación con ésta, conveniente para él, por supuesto.

Candy tuvo muchas oportunidades en la vida (familiares, de formación, de hombres), pero siempre las cedió a otros, mejor dicho, a otras. ¿Pensaba que ella no se lo merecía? ¿Acaso nadie le dijo lo que eran los “límites”? ¿Por qué en ese afán de sacrificio llegó a situaciones tan indignas? Pero también había mucho de gusto por lo tortuoso. Muchos buenos chicos la pretendieron, chavos normales, constantes, con un futuro profesional exitoso, pero ella los ignoró. Prefirió a los rebeldes, los que no le correspondían en lo más mínimo a sus atenciones. Uff, no puedo evitar proyectarme (tampoco M y otras muchas amigas). Pienso en mis grandes amores, los hombres que elegí en mi vida. De una u otra forma eran diferentes al resto (¿antisociales? me pregunto ahora), con el discurso aquel de sus “talentos incomprendidos”, de haber sido víctimas de historias personales y familiares terribles, de estar pasando por una mala racha. Y ahí fui yo, armada con la filosofía de la dulce Candy, a sacrificarme por ellos, sin pensar siquiera en el principio de reciprocidad, existente en una relación sana. Seguramente hubo muchos otros hombres, dentro de la media, a quienes entonces no vi, pero que ahora conozco como colegas o amigos. A ellos les va bien en su carrera, tienen familias y relaciones funcionales y son capaces de realizar los proyectos que se proponen.

Después de horas de recordar, compartir nuestras amargas experiencias, reír mucho y jurar  desprogramarnos, mi amiga M y yo decidimos fundar el MOMUDCAN: Movimiento de Mujeres Damnificadas por Candy. ¿Alguna más quiere afiliarse?

Publicado en el diario el 16 de abril de 2010

Sunday, April 18, 2010

Peter Panes, Matusalenes y Colones

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Cuando tenía veintitantos, pensaba poco en el futuro y cuando lo hacía, sólo vislumbraba hasta los 35. De ahí en adelante, todo se difuminaba; el número “40” parecía no existir. Algo así como los europeos de antaño que miraban al horizonte y creían que el mundo era plano y América no existía. ¿Y cómo no iba a pensar así? A los 25 mi madre ya me tenía dos hijas, a la misma edad mi abuela tal vez el doble y mi bisabuela, como diría Porrúa, ¡sepan cuántos!

Perdonen ustedes, me fui muy rápido. Me regreso usando datos que me dieron en un curso, tomados de textos de Eduardo Arriaga y del Centro Latinoamericano de Demografía. En 1900, mi bisuabuela materna y mi abuelo paterno tenía 7 y 10 años y la esperanza de vida al nacer en México era de aproximadamente 25 años. Eso explica por qué ni de chiste conocí al bisabuelo y la bisabuela y abuelo fueron un caso raro (vivieron cerca de 90). Mis abuelos maternos son de por ahí de 1930, cuando la esperanza de vida aumentó a 35 años; igual agradezco la suerte de que ellos sean outlayers y aún estén con vida. Para 1940, la categoría más cercana a mis padres, la esperanza de vida era de 39. En los 70, cuando mis hermanos y yo nacimos, los avances de la ciencia y el desarrollo hicieron que la esperanza de vida fuera significativamente más alta: de 62 años. Para 2005, se considera que los mexicanos tenemos una expectativa de vivir 73 promedio (en los países más desarrollados se aproxima a los 80).
                                                                                                                       
Lo que mi subconsciente veinteañero creyó el ocaso de la vida, es más bien la mitad. Con algunas bajas y excepciones, en mi generación somos relativamente sanos, activos y, qué placer decirlo, aún jóvenes. Además, la revolución tecnológica nos mete en ese ánimo de  innovación y, por suerte, somos del estrato con poder adquisitivo, podemos ser de los primeros en comprar los juguetitos nuevos. Tal vez esta sensación de euforia explique por qué algunos amigos tienen el síndrome de Peter Pan. Metieron reversa: se regresaron a las borracheras, vida sin compromisos y líos que teníamos hace 15 años. Con uno de ellos tengo simpáticas e interminables discusiones: él no entiende a qué me refiero cuando digo “proyecto de vida” y que me preocupa el futuro; yo no entiendo su afán de ir a tomar cervezas varias veces entresemana y que reunirse en grupos grandes de amigos ocupe el primer lugar en su agenda.

Para quienes el país-de-nunca-jamás no nos parece tan divertido, nos enfrentamos a una serie de preguntas, sin tener realmente referencias de cómo se vive una vida larga. O bueno, sí tenemos. Los mayores (“adultos en plenitud”, ya no sabemos cómo llamarlos), también están maravillados con las novedades del siglo, más aún si gozan de buena salud. ¿Qué habría hecho Matusalen con Internet, un automóvil cómodo y muchas millas acumuladas? ¡Reinventarse! Eso hacen muchos de ellos. Pienso en los famosos, como Caetano que ahora es rockero, pero también en ejemplos cercanos, mis seres queridos: mi amigo de 70 que se animó a salir del continente y pasar unos meses en Filipinas o mi padre que recién se compró una bicicleta.

¿Y yo? Entre Peter Pan y Matusalén, prefiero a Colón. Aún estoy en edad de cambiar de vida y explorar nuevos mundos con visa de estudiante de posgrado y gracias a algunos mecenas (ahora se les llama organizaciones sociales a favor de la movilidad académica). Ésa es, mis queridos lectores, la razón por la cual esta columna está llegando a sus últimas colaboraciones: para hacer bien las maletas y vislumbrar los nuevos proyectos.

Publicado en el diario el 9 de abril de 2010

Sunday, April 11, 2010

El merecido descanso

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Fue una grata sorpresa que el Dr. P haya sido invitado como profesor al mismo programa que yo. Se trataba de cursos intensivos (4 fines de semana) en León. Para optimizar, el Dr. P y yo compartimos automóvil para ir a León y en los trayectos tuvimos largas, interesantes o divertidas conversaciones, por las que supe que el Dr. P era tremendamente hiperactivo (¡acaso más que yo!), por eso, a su joven edad ya era doctor, buen académico y político. 

Partíamos hacia León siempre una hora después de lo previsto, lo que nos dejaba escaso tiempo para comer y repasar las clases que daríamos. Nos veíamos en las noches para cenar rápido y nos subíamos cada uno a su habitación para revisar mails e intentar entregas atrasadas de trabajos. Coincidíamos en creer que en algún momento debería detenerse el mundo al menos un mes para poder emparejarnos con los compromisos adquiridos. Conversamos mucho acerca de nuestra condición de workaholics. El Dr. P, con su buen humor, me dijo: “ahora que te conozco y veo que eres como yo, me doy cuenta de lo mal que estoy. De verdad trabajar así es de locos”. Después de sugerirle que fuera a terapia, le pregunté  si no le gustaría ser como esos señores que sacan su sillita a la banqueta en las tardes y ven la vida pasar? “¡Sí, claro! Así podría pensar con tranquilidad en qué hacer y los pendientes del día siguiente. ¡Ay no! ¡Hasta en la fantasía, estoy muy ocupado!”.

El año siguiente me invitaron de nuevo a dar clases en León. Sus múltiples ocupaciones impidieron al Dr. P asistir, de hecho, sólo sé de él por los periódicos, tiene ahora un cargo público. Así que me iba sola manejando. El último fin de semana, para variar, me sentía agobiadísima, pero una muy querida amiga estaba de visita en la ciudad, así que la tarde anterior la pasamos juntas, luego le di ride a casa de su tía la sicóloga, quien me saludó con el típico “¿cómo te va?”; yo tuve la cortesía de responder con sinceridad, es decir, enumeré las actividades en las que estaba inmersa, que me impedían contestar “bien”. “¿Pues de qué estás huyendo que trabajas tanto?”, me increpó. Si me hubiera detenido a reflexionar lo que quería decirme, tal vez no hubiera salido a toda velocidad hacia León el día siguiente, y entonces tal vez no me hubiera salido de la carretera y no hubiera llegado dos horas tarde a clases.

¿Trabajamos en exceso por huir de algún problema? ¿Por culpa? Tengo amigos, también adictos, con quienes me cito en Starbucks o Black Coffee Gallery, no sólo por el café sino por el WiFi, nos sentamos de frente, cada uno con su laptop. Ellos efectivamente tienen grandes problemas personales y tal vez son como Robert de Niro en La Misión, con una piedra gigantesca a cuestas. En mi caso, si alguna culpa expiaba ya la olvidé, por tantas ocupaciones. O es una cuestión de valores familiares: “el trabajo ennoblece al hombre y la pereza lo envilece”, nos decía mi padre; “si tienes frío, es porque estás de holgazán”, decía mi madre.

Tengo otra hipótesis. Somos clase media, tenemos instinto de supervivencia ante el peligro de extinción. Un salario no alcanza, así que nos vemos obligados a aceptar cuanta chamba extra nos ofrecen: para pagar hipotecas, seguros, contingencias médicas (el miedo de ir al IMSS), etc. “Mi nombre es F y soy adicta al trabajo” me gustaría decir frente a todos mis amigos y pedirles atentamente que mejor me inviten una cerveza o tequila, en lugar de pedirme participar en más proyectos. Creo que lo haré, después de todo, me he ganado bien unas vacaciones.

Publicado en el diario el 2 de abril de 2010

Saturday, April 3, 2010

No somos las Botero

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Sólo una familia mexicana más que aprecia la gastronomía. Cuando mi hermana era pequeña, solía anunciar nuestro arribo a la casa de mis abuelos: “¡¡Ya llegaron los tragones!!”. Aún ahora, cuando vamos a visitarlos, usamos a veces esa frase en vez de saludo. A la salida nos despedimos, subimos al coche y solemos comentar sobre lo indigestos que quedamos por la cena y hacemos un recuento del número de tortillas que cada uno engulló para acompañar los deliciosos frijoles y guisos que van sacando en cazuelitas mi abuela y mi tía hasta ya no poder.

De la niñez recuerdo una anécdota que otra de mis tías solía contarme: había una vez una chica a la que el joven más guapo del pueblo solicitó en matrimonio, se casaron pero no fueron felices, a las pocas semanas el joven fue a devolverla a sus padres porque ella no sabía cocinar. Yo, como era ‘la rebelde’ fingía indiferencia a tales cuentos que claramente buscaban apremiarme a ayudar más en las labores domésticas, pero la verdad es que sí me generaba preocupación. Pero no era sólo por flojera que yo fuera así. La cocina era un territorio celosamente resguardado por mi madre (si acaso asediado por esta otra tía), y yo tenía mucho por estudiar, jugar y leer. No hubiera tenido sentido el meterme en pleitos ajenos para tratar de aprender en ese ritual diario de hacer la comida.

Década y media después, cuando le dije a mi madre que me iba a casar, entre los muchos argumentos disuasorios incluidos en la tradicional perorata fue ése: yo no sabía cocinar, ni era buena para el quehacer; aprovechó también para culpar a la tía consentidora y a sí misma por no haberme inculcado eso y otros valores (morales, supongo). Ya que se le pasó el susto de la noticia, se me ocurrió proponerle algo para salir del atolladero. Aunque yo no sabía cocinar, después de tanto tiempo de rondar por ahí mientras ella lo hacía, conocía el argot, es decir, lo que para ella significaba “sazonador”, “sancochado”, “sofreír”, etc. Así que compré una libreta y pasamos varias horas en las que me dictó las recetas. No hubo tiempo de practicar, eso le preocupaba a mi madre, pero no a mí porque yo confiaba plenamente en el método.

Me consuela saber que mi matrimonio no se acabó por no saber cocinar, sino por muchas otras razones. Con el divorcio se acabó la etapa de andar guisando, sobre todo porque se fue el destinatario principal, pero también yo ya estaba a la moda, o sea, a dieta. Si armáramos un álbum fotográfico de la familia, desde entonces a la fecha, y lo pasáramos a toda velocidad, mis primas, hermana y yo pareceríamos un concierto de globos inflándose y desinflándose a diferentes ritmos. En los últimos tiempos, no sé si es porque estamos próximas los cuarenta, pero cada una tomó fuertes decisiones. Mi hermana, con su voluntad férrea que tanto admiro, se deshizo de algunos kilitos. Una de mis primas declaró “verme bien es lo que necesito como incentivo para moderar el apetito” y se hizo la lipo. Y yo simplemente decidí eliminar de mi vida dos cosas: las angustiosas dietas y las incómodas indigestiones.

Por ahora, no somos las Botero. El problema está ahora en las tías, pero sobre todo en la abuela, quien nos salió con diabetes y esto de explicarle las calorías y combinaciones adecuadas de alimentos nos ha resultado complicado. Pero por lo pronto a mí, me llegó la reivindicación. Ahora resulta que le yo, la ‘rebelde’ que menos ha cocinado, le enseñó una receta de panquecillos de salvado. Comida rápida y en microondas, pero receta al fin.

Publicado en el diario el 26 de marzo de 2010

Monday, March 29, 2010

El segundo siguiente

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

“Donde pasa peatón, paso yo”, era el lema de B cuando en una bocacalle era imposible ver si venía otro coche. Lo que no se le ocurrió jamás era que también podían existir peatones distraídos, estúpidos o suicidas. Jamás sabría cuál de estas tres era situación de aquel a quien vio en la mañana lanzarse a atravesar la calle que sí llevaba preferencia. Registró en automático que el peatón bajó de la banqueta y avanzó con paso confiado, así que B también pisó el acelerador y no tuvo ni tiempo de darse cuenta de qué auto los embistió, ni mucho menos del rostro del transeúnte. Tiempo después, ya en el hospital, supo que había muerto.

Conforme pasaron las semanas y el dolor se hizo medianamente tolerable, B pudo pensar con más claridad. Trataba de distraerse escuchando el tráfico que, pese a estar internado en el piso 7, le llegaba de afuera. Entonces repasaba la rutina que, de no ser por estar hospitalizado, tendría en esos momentos. La alarma del celular sonaba a las 6:06, le ponía “silencio”, luego volvía a sonar a las 6:15, entonces se levantaba, se bañaba y tomaba café con pan de dulce. Debía salir de la cochera a más tardar a las 7:05. Si lo hacía después, le tocaba el tráfico de los que entran a las 8 y llegaba tarde al checador. Muchas veces, ya en el trabajo buscaba en el google-maps las callecitas aledañas y diseñaba mentalmente rutas alternas. Y es que en verdad odiaba la media hora que transcurría a vuelta de rueda entre frenones y claxons sobre Enrique Díaz. Lo que menos soportaba era que los autos quedaran a mitad de calle, porque no preveían el semáforo en rojo.

Los días en que amanecía con paciencia, B trataba de concentrarse en el noticiero de la radio u observaba los pasajeros de los autos que venían a contramano. Si venía sólo el conductor trataba de encontrar alguno que fuera cantando, o contaba cuántos hablaban al celular o cuantos se rascaban la nariz. Si eran familias, se fijaba que hablaran entre sí, o si los niños iban peleando. Pero sobre todo, contaba cuántos coches igualitos al suyo veía pasar. En alguno de ellos, pensaba, había alguien con los mismos gustos que B, pero que vivía en el norte y trabajaba en el sur. Seguramente B y esa persona se encontraban a diario entre La Paz e Hidalgo, a eso de las 7:30 y acaso alguna vez cruzaron sus miradas de fastidio.

Ese día en que su rutina quedó interrumpida con tal violencia, no fue por impaciencia. El tráfico parecía aún más lento que de costumbre y a B se le ocurrió que podría cronometrar la última ruta alterna que había construido en el google-maps. Así, a las 7:43 de ese miércoles, se desvió de Enrique Díaz, tomó una paralela, confió en el peatón para atravesar Juan Álvarez y en el segundo siguiente tenía sed porque se recuperaba de la anestesia. Luego fueron desfilando ante él diversos rostros: algunos sin expresión que le hacían curaciones y preguntas, y otros de angustia y lástima, que trataban de consolarlo y que desviaban la mirada en cuanto podían. Como en serpientes y escaleras, regresaría al inicio de todo, es decir, debería re-aprender funciones básicas como caminar y reconocerse a sí mismo, entre muchas otras. “Gracias a Dios estás vivo… y completo”, le decían y B se quedaba callado. No tenía ánimos de discutir.

El día que lo dieron de alta, sabía que abajo en Urgencias, había alguien esperando la cama que desocupaba… tal vez alguno otro automovilista con el que alguna vez se había cruzado.

Publicado en el diario el 19 de marzo de 2010

Sunday, March 21, 2010

L, C y el de la grúa

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

L tiene un no-sé-qué, cierta elegancia que combina bien con su aire intrépido. Confieso que me impresionó al conocerlo, pero aún más cuando recorrimos la autopista a su acostumbrada velocidad. Además es azul, mi color favorito. Entiendo por qué C tiene una relación idílica con L, su auto deportivo.

Como toda bonita pareja, a veces tienen desavenencias. A veces me pongo del lado de L, no debe ser sencillo aguantar a un compañero con tantas ocupaciones y tal nivel de estrés, un vehículo así sería merece ser disfrutado… En su peculiar manera de llamar la atención, L se descompone en momentos difíciles para C; por lo general en noches de fin de semana. Su mejor acto de berrinche suele involucrar mangueras rotas y las consecuentes fugas de agua o gasolina. Aún así, enojado, L no pierde la elegancia ni pone en riesgo a C, se descompone siempre en lugares seguros.

En la última ocasión, el desperfecto tuvo lugar exactamente afuera de una gasolinera. Esa noche, C no tenía ánimos de chantaje alguno y soltó a L la más florida de las peroratas. A C le parecía completamente injusta tanta incomprensión por parte de L: sabía perfectamente que estaba teniendo unos días complicadísimos en el trabajo y en su vida personal, que ya le tenía agendada a C una cita de servicio en la agencia, para la próxima semana, y que pese a estar tan ocupado le había arreglado la tenencia y los pendientes administrativos. Muerto de coraje, pensó C en dejarlo ahí abandonado (además de la gasolinera la zona estaba por completo despoblada), pero la razón siempre impera, así que no le quedó de otra e hizo la larga llamada a la aseguradora para que enviaran una grúa.

Cuando llegó el de la grúa, C y L estaban inmersos en un tenso silencio. Con buena pericia, el hombre hizo su labor, L quedó debidamente instalado en la parte de atrás y C subió a la cabina. El de la grúa intentó hacer conversación y a C le costó un poco ponerle atención. Entonces el otro comenzó a develarle secretos de su profesión, por ejemplo, cómo lidiar con los federales, la policía estatal y la metropolicía para poder transitar en carriles de alta velocidad. Le contó historias graciosas de infractores, choques y mordidas, entonces C comenzó a sonreír. Justo entonces, el de la grúa le soltó una frase una frase reveladora: “Mire, jefe, aquí al que se deja lo perjudican”. A C le cayó el veinte de muchas cosas que le sucedían en su vida y pensó que no era casualidad que L se hubiera descompuesto en ese momento y el destino le hubiera enviado a ese señor de la grúa, alguien amable y a todas luces esmerado en hacerle cambiar de humo. Sin duda un emisario, como en aquel film “Las alas del deseo”.

Durante el resto del trayecto hacia la agencia, conversaron mucho. Una vez hospitalizado L, el de la grúa ofreció darle ride a su casa. Poco antes de llegar, C le pidió la tarjeta, por si en el futuro necesitaba de sus servicios. El de la grúa dudó un poco: “no tengo, pero mi nombre viene en el recibo… no se le va a olvidar porque es un nombre muy gracioso… toda mi vida lo he padecido. Por eso me dedico a esto, aquí no importa tanto”, entonces, con su pintoresco modo de hablar, narró con detalle cómo esa situación lo había puesto en aprietos. C rio a mandíbula batiente, la suya no fue una risa de burla del hombre de la grúa y su nombre anticuado. Fue una risa catártica, una risa del alma.

Publicado en el diario el 12 de marzo de 2010

Wednesday, March 17, 2010

Mujeres

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)




“Con motivo del próximo 8 de marzo [me dijo un alumno] estamos organizando una conferencia, y pensamos que tal vez usted pudiera dar una palabras”. Al más puro estilo de Fox, estuve a punto de preguntar: ¡¿y yo por qué?! Contuve mis ansias pero lo que sí no pude evitar fue que se me escapara un “no soy la persona indicada, no soy feminista, de hecho, creo que soy machista”. Ante la cara de extrañeza del chico, y para no dar tantas explicaciones sólo se me ocurrió recomendarle a una amiga a quien admiro mucho, pensando en que si alguien tendría qué representarnos en el día de la mujer era justamente ella.

Ahora que hay un poco más de calma, puedo explayarme. No es que defienda el machismo, simplemente que no estoy muy segura de recomendar a las mujeres el “sublevarse”, o bueno, no a todas. Lo digo con conocimiento de causa, por haber vivido unos años de un matrimonio semi-tradicional, y ahora otros tantos de re-soltería. Lo digo también pensando en algunas mujeres que conozco directa o indirectamente.

Las que conozco son mujeres con más de 20 años de estudio, es decir, sobresalientes, mujeres valiosas, que tienen al menos un trabajo que les demanda su creatividad, buena presencia y enfrentar un buen número de conflictos. Nótese el “al menos un trabajo”, será la realidad económica nacional, pero un salario no alcanza y por buscar la papa trabajamos demasiado. Las casadas y con hijos tienen una jornada adicional en casa, por más liberal o aparentemente liberal del marido, y enfrentan fenómenos familiares que antes no existían como aquella situación “socialmente trágica” de competir en términos profesionales/salariales o que ellos no encuentren trabajo. Las que no se casaron o nos divorciamos, trabajamos igual y vivimos también con algunos estigmas e inconvenientes (como lidiar con mecánicos y garrafones de agua de más de 20 kg.), además de la sensación aquella de vivir solas en una sociedad difícil.

Hay otras mujeres, las que salen con mis amigos. Conforme van pasando los días ellos se sienten presionados, ya no digamos por el rol tradicional de pagar todas las cuentas de las citas, sino porque ellas comienzan a narrar sus problemas económicos o sus ganas de cambiar de auto, con cierto tono que sugiere que ellos deberían ayudarlas con eso. Entonces sucede que o ellos se cansan de hacerse los desentendidos o ellas de insistir y de aceptar las invitaciones al cine. Supongo que entonces ellas continúan en su búsqueda hasta dar con el adecuado. También tengo amigos que después de una relación con una mujer a la par, en cuanto a estudios o nivel socioeconómico, prefieren luego a alguien mucho más controlable, con menos aspiraciones, que se quede en casa, los complazca y agradezca lo que ellos les proporcionan.

Entiendo a este tipo de mujeres. También a las que se hacen cirugías estéticas por conservar a sus hombres. Si no lo hacen, es posible que a la vuelta de la esquina sean reemplazadas por alguna más joven o con mayor composición de silicón. Y sí, es dura la vida afuera, sobre todo para quienes no tuvieron una preparación emocional para ser independientes.

En fin, por lo pronto me quedé tranquila de que invitaran a mi amiga a dar la conferencia. La admiro mucho porque es brillante en el trabajo, tiene 3 hijos, su marido y ella parecen tener una gran relación, cuida su arreglo y es femenina, pero sobre todo: no se le ve cansada.

Publicado en el diario el 5 de marzo de 2010

Monday, March 8, 2010

Una prosa de lluvia

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

A mi edad, la lluvia inesperada es… uy, me pesa decirlo, pero a ratos es un fastidio, porque vive uno tremendamente ocupado. Fue la adicción a la cafeína la que me hizo tomar el paraguas, abandonar el cubículo, caminar por los pasillos del campus y de pronto no pensé más en la larga lista de pendientes que me traía tan agobiada. Escuché, el sonido rítmico de las gotas. Miré, los árboles sí, pero sobre todo las escenas de los alumnos. La lluvia es otra a su edad. Recordé mis primerísimos escritos. Abrí los archivos con temor de que el Word no los leyera (yo era de Word-Perfect). Ahí estaba. Efectivamente así llueve a los veinte:

“Porque afuera llovía a cántaros. Y porque llovía a cántaros no pude resistir la tentación. Y porque llovía a cántaros abrí la puerta y me salí y me empecé a mojar y me empecé a empapar y una rara alegría tú no sabes cómo me empezó a invadir.

“Fui tan feliz que corrí y corrí, como en el mejor de los sueños, hasta que el frío me caló en los huesos. Estando debajo del agua todas las cosas comenzaron a diluirse, a quedarse atrás. Llegué a ese parque. Qué extraño ¿sabes que la ciudad no es la misma cuando está lloviendo? juro por Dios que aquel lugar nunca lo había visto en la colonia y sin embargo ese día bajo la lluvia yo llegué a él.

“Y me senté en una banca. Yo quería admirar el paisaje, pero las gotas inmensas no siempre lo dejan ver a uno con claridad. Y pensé en ti, ¿te acuerdas? nunca encontramos, por más que quisimos, el jardín ideal dónde pasar los domingos.

“Y con los hilos de agua rodando por mi rostro me acordé del tuyo... a veces solíamos no dejar de contemplarnos, del deleite de navegar en el fondo de nuestros ojos, solíamos no dejar de sentir el roce de nuestros labios; yo no me aburría de sentir tu frente, luego tus cejas, luego tu boca, luego el filo de tu barba, ¡luego abrazarte fuerte! 

“Y estaba viendo los árboles. Fue un instante divino ¡qué maravillosos colores pueden encontrarse debajo de la lluvia!

“Pasaba mucha gente delante de mí y ninguno me vio, unos llevaban una bolsa de plástico encima, otros llevaban paraguas e iban cuidando de no mojar sus zapatos. Todos corrían... nadie me vio, tal vez fue porque ya empezaba a camuflagearme de lluvia.

“Seguí ahí, sentada. El agua fría que caía sobre mi cuerpo hacía fluir a la otra, a la tibia que ya me había recorrido. Y caía y caía más agua. ¿Te acuerdas de un día de mayo, calurosísimo, que milagrosamente llovió? llovió poquito, es cierto, pero fue maravilloso que una llovizna estuviera cayendo en el jardín mientras tú y yo nos consumíamos de amor, de besos, de bochorno. Con este último recordarte lloré. Y caía y caía más llanto. Y cuanto más iba lloviendo, más la lluvia me iba llevando: repentinamente me quedé desnuda, desnuda de alegría, desnuda de cuerpo, desnuda completamente desnuda, hasta de lágrimas y ojos. Me quedé sin nada encima, me quedé vacía, toda yo estaba desparramada en el pasto: me había llevado la lluvia.”

Publicado en el diario el 26 de febrero de 2010

Thursday, March 4, 2010

La loca de los perros

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Eso parece, lo sé, pero no es mi culpa. Es que en verdad esos animales me salieron canijos. Cuando vi al cachorrito, con su pelo suavecito y orejas largas, vino a mí una maravillosa escena: un perro leal, apacible, acompañándome a todas partes, echado a mis pies mientras yo escribía, o afuera del salón de clases esperándome. Tiempo después supe que la ansiedad por tener una mascota era frecuente en quienes han sufrido una separación... Fue toda una aventura la primera noche con mi perrito, pero sus insomne ansiedad por jugar en nada se comparó con su posterior hiperquinesia, afán destructor y su notable obsesión por jugar a la pelota… ah y para colmo, según el veterinario era un “macho dominante”, de ahí que orinaba cualquier objeto o visitante que entrara por primera vez a la casa.

Con el paso del tiempo nos fuimos aceptando tal cual éramos, él como ya lo describí y yo con mis dobles turnos laborales (otra de las consecuencias de una separación). Aquello de que se convirtiera en perrito faldero nomás no se pudo y cada vez me pareció más triste que estuviera solo todo el día, por ello, cuando anunciaron en la radio que habría una feria de adopción de mascotas, acudí de inmediato para buscarle un hermanito. En verdad tenía en mente adquirir un perro chiquito, que se acurrucaría en mis piernas y juntos miraríamos al primero dando sus eternas vueltas con la pelota. Pero ese día de la feria, me ganó el sueño y cuando llegué era tan tarde, que ya no quedaban perros pequeños. Había uno, de mediana estatura pero flacuchón, con orejas despeinadas como escobilleta y que ladraba bajito pero constante. “Pobrecito, está estresado”, pensé y me lo llevé a casa sin sospechar que o era el ser más susceptible al estrés en esta urbe o para él ladrar es un deporte.

Para muchos puede carecer de sentido el dedicarles tiempo para sacarlos a pasear. La verdad es que es algo placentero, para los animales lo es todavía más y suelen anticipar su alegría ante la más mínima sospecha de que saldrán a la calle. En mi caso, al principio la actividad transcurría sin mayores irregularidades, salvo la vergüenza de que los recién hermanados perros caminaran sin garbo alguno y chocaran entre sí. Todo cambió el día en que un accidente automovilístico me lesionó las cervicales y entonces yo no aguanté más el jalón de las correas. Después de algunos días de sentir la presión de sus perrunas miradas, pensé que era mejor tomar el riesgo y adiestrarlos a andar sin correa.  Fue ahí, donde comencé a parecer justamente eso, una loca pegándole de gritos a un par de desobedientes bolas de pelo… Después incidentes menores, como encontronazos con carros circulando (de los que salieron por suerte ilesos), mucha paciencia para entrenarlos a que se detuvieran antes de cruzar la calle, avanzaran o dieran vuelta, mis perros y yo paseamos de nuevo. Pero sí, es todo un espectáculo.

La clave del paseo perruno es que sea rutinario, también es una manera de conocer a los vecinos. Recuerdo sobre todo, al señor del taller mecánico con quien me detenía a platicar un poco. Lamentablemente por esos días, en mi trabajo, me invitaron a participar en una mesa de discusión un programa televisivo universitario, de esos que transmiten en horarios extraños y por eso uno supone que nadie ve. Pero mi amigo el mecánico sí lo hizo, desde entonces me habló de “usted” y yo cambié de ruta: una cosa es ser la-loca-de-los-perros y otra ser también la-maestra-que-sale-en-la-tele-y-educa-alumnos.

Publicado en el diario el 19 de febrero de 2010

Wednesday, February 24, 2010

Tour & the city

La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

No. Definitivamente me opongo a escribir algo sobre el mentado día, no voy a dar argumento alguno (ni aún aquel que lo define como una estrategia más de marketing)… mis razones tengo. Por eso me agrada aquello de que también es el cumpleaños de Guadalajara y aunque no soy fan de las fechas históricas, sí lo soy de hablar/pensar/o-simplemente-caminar mi ciudad.

Durante el poco tiempo que viví fuera, no es que me diera el síndrome del jamaicón, simplemente que no pude evitar el periodo aquél en donde el recién llegado hace comparaciones entre su nuevo entorno y su querido terruño. Así, evoqué una serie de lugares, comidas, hábitos y sensaciones que ni yo sabía que extrañaba de Guadalajara. Cuando un par de amigos, seducidos (¿o hartos?) por mis narraciones decidieron venir a pasar sus vacaciones, comencé en seguida a pensar en cómo hacerles ver bien a mi Guanatos, mis lugares y rutas favoritos. Sin duda, parte del encanto había sido descrito de una manera elocuente por El Personal, en su canción “La tapatía”, pero mi tour tuvo otros matices: la ruta de los murales, el edificio que movió Matute Remos, las casas de la colonia Americana, etc. Incluí también otros muchos lugarejos: barrios viejos como Analco, el panteón de Belén y alrededores, vistas panorámicas del estadio y de la barranca.

Cuando una de mis amigas me recomendó leer No me alcanzará la vida, de Celia del Palacio, que es una novela histórica sobre la Guadalajara del siglo XIX, no pensé que fuera a gustarme tanto. Tal como me lo dijo también el chico de la librería, se pica uno desde las primeras páginas y aprende uno mucho sobre esta urbe. Yo pensé que con esa información, podría llegar a maravillar a los siguientes amigos que vinieran a pasarse unos días…

Y pues no. En parte, porque pasó más de un año entre la lectura del libro y los siguientes turistas, y bueno, pues mi memoria ya había hecho desperfectos sobre todo en la cronología y los nombres de los protagonistas (ahora calles del centro). Pero eso no fue lo más drástico. Mi maravilloso y entusiasta tour, se convirtió en una escueta y continua disculpa. Los baches, la basura, los grafitis, los embotellamientos innecesarios, la basura, la intolerancia de los conductores, el cielo que ya no es azul, la basura por doquier.

En verdad no pude evitar enjaretarles a mis pobres huéspedes, crónicas históricas, porque créanme que es histórico el cómo los tradicionales baches de la central son eternamente reparados, cómo Lázaro Cárdenas fue la última vialidad bien pensada pero de nada sirve ya, cómo seguimos copiando malas y costosas ideas como el puente atirantado, cómo nos dejamos convencer por el poco creativo escultor de siempre para hacer los arcos imposibles que “nos iban a distinguir internacionalmente, como la torre Eiffel a París”. Pensé por un momento usar el truco del traje viejo del emperador y tratar de convencerles de que la remodelación de calles y banquetas del centro estaba concluida y quedaron hermosas, como el otro carril de Chapultepec. No pude, una cosa es ponerle literatura y otra el descaro.

Hace unos días L me dijo que vendría por un día, que si comíamos en el centro. No lo pensé ni tantito: “¡Mejor te llevo a Tlaquepaque!”.

Publicado en el diario el 12 de febrero de 2010

Tuesday, February 16, 2010

Ni a las tortillas siquiera

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Para quienes nos aproximamos a cierta edad y seguimos libres de compromisos, o sea de hijos, cuesta no deja de ser admirable que nuestros amigos que sí son padres utilizan una parte sustancial de su tiempo, energía y finanzas en sus pequeños (y grandes pesares). Eso puede explicar esa mirada, de mezcladas emociones, que nos dirigen cuando solemos comentar sobre la película de moda o el triunfo de haber conseguido un buen boleto para algún concierto por venir. “La última película que vi fue la de Fuerza G”, dijo una de mis amigas, “¡Y tres veces!” acotó su sonriente hijito.

La venganza de ellos tarde que temprano llega, y lo hace en una colorida tarjeta que indica que alguno de los hijos de los amigos cumplió o cumplirá años, que la fiesta es mucho antes de las 6 pm y que habrá sándwiches y tacos al vapor para los adultos. Así fue como, previa aspirina, llegué a la última fiesta infantil y deposité en el cerro de paquetitos bien envueltos, el regalo que tanto trabajo me costó comprar, dado ese ánimo enfadoso de querer ser original (ok, fue porque no estoy muy al tanto de los juguetes de moda). Los amigos fueron llegando, sus hijos se integraron a la algarabía de los otros infantes y entonces pudimos conversar un poco. Más bien, lo intentamos… me fui dando cuenta que les costaba trabajo mantener la atención porque estaban con un ojo al gato y otro al garabato.

Pensé en las fiestas familiares de mi infancia. Mis primos, mi hermano y yo nos salíamos a la calle y hacíamos alguna que otra vagancia, o bien, nos íbamos a la construcción de al lado a jugar con tabiques. Pobre de mi sobrino, quién le manda a nacer en la era de los hijos únicos, no podrá vivir ese tipo de experiencias; aunque pensándolo bien, ni aun cuando tuviera primos sus padres no lo dejarían andar sin la supervisión de un adulto… Divagando en eso fue como se me ocurrió que podía aprovechar la fiesta para hacer una encuesta a los padres ahí presentes. El estudio, elaborado sin el menor rigor metodológico, consistió en dos preguntas: 1) ¿cuándo eras niñ@ te mandaban sol@ a la calle a hacer algún mandado? y 2) ¿tú mandas a tus hijos a hacer algún mandado, digamos, por las tortillas?

A la primera pregunta, la totalidad de padres y madres contestaron en sentido afirmativo. Muchos de ellos narraron sus aventuras, de las que deduje que no sólo iban por las tortillas sino que se salían a jugar por ahí. Uno de ellos me mostró una gran cicatriz que se hizo cuando, al salir en bicicleta a toda velocidad, no advirtió que un carro que se aproximaba.

La segunda pregunta también tuvo unanimidad, pero ahí el tono de la respuesta cambió de nostálgico a enérgico: “¡claro, que no!”. Ello me dio lugar a añadir una tercera pregunta: ¿por qué? Algunos quisieron salirse por la tangente: que no consumían tortillas (o la compraban en walmart). Hubo quienes alegaron que ellos habían crecido en pueblitos y las ciudades son más peligrosas. Otro padre, bien sincerote, dijo: “¡precisamente, porque yo sé lo que hacía de niño en la calle!”.

Al parecer, la libertad de los chamacos se restringe al perímetro visual de sus progenitores. El último entrevistado, tratando de que no lo escuchara su esposa, confesó que ha estado a punto de permitir que su hija se vaya al catecismo caminando sola, porque está a dos cuadras de su casa y podría monitorearla desde lejos… luego desiste, total, puede esperar unos añitos más, ya que tenga 15.

Publicado en el diario el 5 de febrero de 2010

Tuesday, February 9, 2010

Sobre aviso...

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

En la universidad destacó como el más tremendo. Basta con escucharlo para imaginarse las atrocidades de las que era capaz y el liderazgo que ejercía, sobre todo en especial sobre los más latosos. Pero su cara, por el contrario, es incluso algo dulce. En sí, R es bastante carismático. Inevitablemente me puse en el lugar de sus antiguos profes, imagino que fue uno de esos alumnos que no se sabe si son una bendición, por su energía que ayuda a disminuir el sopor de la apatía estudiantil, o si son el verdadero diablo.

En la reunión de egresados de su generación, a la que asistí en calidad de fantasma, R destacó por su ingenio y por un arsenal de chistes que tuvo desternillándonos de risa. En ese tipo de reuniones suele haber un momento, que por cierto es previo a los chistes, en donde todos se actualizan en cuanto a lo transcurrido en su vida y uno de los temas obligados es si hubo matrimonios (lo que ellos no saben es que, en unos años más, también hablarán de divorcios). De nuevo, la historia de R fue la más sui-generis. Desde que él era adolescente solía frecuentar una familia. Tal vez fue por la convivencia con ellos, que una de las niñas comenzó a enamorarse de él, desde una muy temprana edad, lo que era visto por los padres como algo muy simpático e incluso era fomentado con la debida y tradicional carrilla. R se apresuró a aclararnos que él nunca tuvo intenciones con la niña, pero cuando ésta llegó a los 15, lo sorprendió declarándosele y él se sorprendió con el enamoramiento que le vino. Solicitó a sus amigos permiso para andar con su hija y, como toda historia que inicia, vivieron un lindo romance hasta que…

Un día se reencontró con una amiga, que tenía un buen rato sin ver. Omito los dramáticos detalles de cómo adolescente le informó que tenía un hijo pequeño y R era el padre; hecho que él comprobó en cuanto vio la criatura y reconoció sus rasgos. Si ella no lo había buscado en su momento, era porque estaba consciente de que entre ellos sólo había existido amistad y por eso optó por tenerlo y criarlo sola. Sin embargo, si R lo deseaba, podría tomar su rol de padre y así fue. A quien no le dio nada de gusto, fue a su adolescente novia, por más que hizo el esfuerzo de entender la situación. Eso puede explicar por qué ella le salió al poco tiempo con la novedad de que mejor cambiaba de novio, alguien de su edad, lo que causó a R un profundo desconsuelo.

La convivencia de R con su hijo, evidentemente lo fue acercando con la madre de éste. Pero R fue muy honesto, le dijo que no estaba de humor para una relación, así que no podría ofrecerle más que su simple y ocasional compañía. Y ella estuvo de acuerdo. Pasado algún tiempo, R se encontró con su ex y sin más ella le pidió que se fugaran el fin de semana. Antes de aceptar R le advirtió de lo complejo del caso y que él no olvidaría que ella lo hubiera traicionado. El problema fue al regreso, los padres de ella ya no la admitieron de vuelta en la casa. No le quedó de otra a R, que alquilarle un lugar a la muchacha para que tuviera dónde vivir. En tales circunstancias, R no puede considerar que volvió con la chica, él sólo le ayuda con la renta. Tampoco perdió la amistad con la familia de ella, de hecho,  lo tratan bien porque saben que R es un buen hombre y la cuida.

¿Y la madre de su hijo? Todo sigue igual. R nunca engañó a nadie.

Publicado en el diario el 29 de enero de 201

Tuesday, February 2, 2010

No tan lejano, Haití.

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Ahora es Haití… nos ha conmovido en las noticias, le mandamos algunos kilos de ayuda, nos sorprende por sus cifras de pobreza, y poco a poco desaparece de los titulares, los artículos, pronto será una nota esporádica y pequeña en la sección de “Internacionales”.

Hace ya un buen rato, cuando me inscribí a una universidad latinoamericana, ingresaron también tres haitianos (me apresuro a aclarar que afortunadamente no son damnificados del temblor). A poco de comenzar las clases, notábamos su incomodidad cuando se mencionaban los índices de pobreza y su país aparecía en la parte más baja. Evidentemente, tratamos de ser más sutiles y con el tiempo fuimos comprendiendo del todo su sentir. Son las cifras. Un lenguaje abstracto que cubre una realidad compleja; números que muchas veces se usa para llenar espacios en los reportajes, que provoca gestos de alarma… de ahí hay un paso pequeño a la lástima o incluso a la segregación (“el estrato inferior”).

Mis tres amigos haitianos eran privilegiados, me refiero a la naturaleza, su inteligencia era notable. En particular uno de ellos, quien sin duda es de las personas más brillantes que he conocido. A lo largo de dos años platicamos mucho sobre Haití, su gente, idioma, costumbres, comida, historia y política, etc. “Cuando en los cuarenta, Haití le declaró la guerra a Alemania, Hitler -quien jamás había odio hablar de nosotros- extendió el mapa y preguntó: ‘¿pero, dónde está ese país?’ y nunca lo encontró porque la ceniza de su puro había caído justo ahí, ocultándolo”. Esta anécdota que me la contaba, muerto de risa, uno de ellos. Sin duda, también eran privilegiados haitianos, por su nivel educativo, supongo que también social. Hasta la fecha lo son, hicieron el doctorado en Canadá y ahora con lo del terremoto supimos que sus familias están bien, algunas de ellas tiene tiempo que se fueron  a otras partes. No puedo dejar de pensar en esa difícil decisión de migrar a un lugar con más oportunidades debido a las condiciones del lugar propio.

El tema de la pobreza era uno de los principales a estudiar en nuestro programa de entonces. Y sí, vimos muchas cifras, pero la definición prefiero desde entonces es la Dinesh Mehta, que usa el Banco Mundial y otros organismos: “Pobreza es hambre. Pobreza es falta de albergue. Pobreza es estar enfermo y no poder ver a un doctor. Pobreza es no poder ir al colegio, no saber leer, no poder hablar apropiadamente. Pobreza es no tener un trabajo, es temer por el futuro, viviendo un día a la vez. Pobreza es perder un hijo por una enfermedad causada por la mala calidad del agua. Pobreza es impotencia, falta de representación y libertad…”. Esto también nos explica por qué la ayuda humanitaria no llega a los destinatarios pronto, por qué no es una cuestión de donativos, por qué un terremoto no es lo más grave sino lo que les sigue.

Ahora es Haití. Pero no deberíamos tan solo compadecernos de una isla lejana. Nosotros, los lectores que podemos leer el periódico con calma y café en mano, somos una excepción en México. La misma definición de Dinesh Mehta se lee también para más de la mitad de nuestros connacionales. Y no, no son cifras, es una sucesión de eventos en nuestra sociedad, que nos está llevando a ser estructuralmente más vulnerables.

Publicado en el diario el 22 de enero de 2010 

Tuesday, January 26, 2010

Los churros, las mordidas, las visas

La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

En 1993, el país todavía parecía bien instalado en la “dictadura perfecta”.  Pero en julio, el Estado vendió el canal 13 y entonces apareció TV Azteca. Yo trabajaba cercanamente a investigadores en comunicación social y la noticia nos sirvió de pretexto para nutridas discusiones. No sólo porque fuera interesante todo ese proceso del desmantelamiento del papá gobierno, sino porque resultaba insólito pensar que la televisión en México no fuera monopolio. Uno de los amigos tenía ya tiempo investigando sobre la historia del medio en nuestro país. Él nos hacía referencia de cómo a lo largo del siglo las apariciones de varias propuestas televisivas concluían en fusiones: el monopolio siempre presente. Veía este compañero la posibilidad de que con TV Azteca pasara lo mismo.

Con los años una a una se fueron cayendo las tradiciones del viejo régimen y muchos de nosotros (pobres ilusos de la clase media ilustrada) mirábamos la pantalla chica con esperanza de que la competencia entre dos televisoras subiera la calidad de los noticieros y aportara un poco más de cultura a las grandes masas. Dicen que la ociosidad es la madre de todos los vicios… y las telenovelas son el vicio de todas las madres, por eso nuestra expectativa creció cuando surgieron aquellas como “Nada personal” y “Mirada de mujer”  que sí reflejaba conflictos sociales y de la familia mexicana, estelarizadas por actores profesionales y los malos sólo eran seres humanos, con sus razones y lógica.

Década y media después, resultó que ninguno tenía la razón, ni los escépticos ni los ilusos.
Las cosas en México siempre pueden resultar en algo peor. No se fusionaron las “visas”, pero la competencia en torno a raiting las hizo idénticas. Al pueblo, pan y circo. Se pusieron a la altura de los tiempos: calidad y cultura no encajan con la marginación y los poderes fácticos. Alatorre y López Dóriga son los Zabludovsky de hoy y las telenovelas… Madres, padres, hijos y todos invierten horas de la vida en verlas. “Historias de amor, drama y traición” las define TV Azteca en su sitio web. En ellas, los buenos son inverosímilmente estúpidos, adictos al sufrimiento, a las relaciones disfuncionales y a la abnegación. Ah y absolutamente vulnerables,  física, económica y jurídicamente. Los únicos que piensan son los malos y durante toda la trama se dan una vida de lujo, corrompen, sobornan, delinquen y sólo al final reciben su castigo  (por lo general la muerte, la justicia institucional no está en el guión). Moraleja para novios, esposos, madres e hijos, ciudadanos en general: ahí síganle sufriendo, al final todo se arreglará, y si no, pues siempre queda la posibilidad de ir al cielo.

Pero bueno, no debería sorprenderme, los dueños de las “visas” no son como sus personajes malvados, sólo venden lo que se compra. Pero sí hay algo que me preocupa: la delgada línea entre ficción e información para el gran teleauditorio. En las telenovelas, los médicos son el gremio más corrupto: mienten, cambian resultados de exámenes y asesinan. Tampoco conocen el concepto de especialización (¿como el Dr. Símil?), un mismo médico atiende a cancerosos, cardiópatas, parturientas y enfermos de la vista. Algo por el estilo sucede en los problemas jurídicos de los personajes, nadie parece conocer lo más mínimo del derecho. La salud y la justicia entonces pertenecen a lo mítico, son una cuestión de suerte o magia… Amor, drama y traición, una sociedad de novela.


Publicado en el diario el 15 de enero de 2010 

Tuesday, January 19, 2010

Cuestión de vocación

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

En un pueblo vivía un hombre que sabía mucho de medicina, había estudiado algo, y todos lo consultaban. Tenía buena reputación. Un día llegó de la ciudad un joven médico, recién titulado. Uno y otro se cruzaban a veces en la plaza y el joven solía decirle al lugareño: “Adiós, médico sin título”. El otro respondía: “Adiós, título sin médico”.

E sonríe cuando escucha esta historia, es porque le recuerda a sí misma. Uno de sus anhelos es haber estudiado medicina. En cuanto tuvo edad suficiente para pasar desapercibida en el hospital cercano a su casa, E a escondidas recogía las charolas de comida que ya habían desocupado los enfermos y las ponía en lo carritos. Cuando las enfermeras descubrían que las había ayudado no podían dejar de reprenderla por un lado pero también agradecérselo. Con el paso del tiempo no era sólo eso, sino que fue aprendiendo la profesión. Fue así como ingresó a trabajar ya como enfermera. Dice que sus desajustes de sueño comenzaron en aquella época, porque tomaba siempre los turnos nocturnos. A diferencia de sus compañeras y residentes, ella no dormitaba ni un segundo. Fue su constancia y responsabilidad la que sin duda la llevaron a ser jefa de enfermeras en su piso del hospital.

De esta época E guarda buenos recuerdos. Constató, una y otra vez, la mala memoria de las parturientas, quienes juran durante el alumbramiento no volver a embarazarse, pero que se las ve de nuevo al año siguiente, a punto de dar a luz. También le tocó atender a un borracho que por su propio pie se bajó de la camilla de la ambulancia, echando a todos las peores maldiciones y deteniéndose con las manos las tripas que le asomaban por la herida del abdomen. También que ella era la única que se atrevía a atender al hombre quemado, víctima de un terrible accidente laboral, cayó en el chapopote caliente de los pavimentos.

Sin embargo, no fue en el hospital donde E atendió su caso más importante. Un día le llegó el amor y consiguientemente el matrimonio, fue así como dejó el nosocomio y su cofia de jefa, para irse con él a una población rural; el mismo lugar donde él, como médico, había hecho su servicio social. En realidad resultó ser no tanto una población sino una aldea en condiciones tremendamente precarias, en una costa al sur del país. En pocos meses E se adaptó a su nueva vida, juntó un grupo de señoras a quienes enseñó primeros auxilios y los principios de enfermería y también ayudaba a su marido con la consulta. “Médica”, le decían algunos. Una noche, justo cuando su esposo había enfermado, fue a buscarla un hombre desesperado para suplicarle que atendiera el parto de su mujer, de manera urgente. Con la escasa luz de una velas y lo poco que en la choza había, E sacó al producto (así se le llama al recién nacido en el argot médico). El movimiento de una pinza reventó una arteria de la madre y la sangre brotó con fuerza. Estuvo al borde de la muerte, refiere E, cuando lo dice se le nota la angustia de lo vivido pero también el orgullo de haberlos salvado. El hombre, como agradecimiento y pago por sus servicios, le dio cuantas paletas de hielo se le antojaran a E y su marido, a eso se dedicaba, no tenía más recursos.

El 6 de enero es el día de las enfermeras. Demasiado pegado a los festejos del fin de año… Pero ya que ellas no tienen empacho en levantarse a medianoche, cualquier día es bueno para reconocerles su labor.


Publicado en el diario el 9 de enero de 2010