Thursday, December 31, 2009

La voz del otro


(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)


Hace ya más de una década, en la radio y justamente con la voz del Negro Guerrero, escuché un cuento de Borges: “El otro”, que versa sobre un extraño encuentro del escritor, ya viejo, con él mismo cuando era joven.  Algo me pareció excesivamente conmovedor  y a la vez impactante ¿qué me podría haber dicho la yo de 70 años en aquel entonces? El tema del pasado y las decisiones en lo absoluto es original, de hecho, quizás sea una de las preguntas permanentes que acompañan al ser humano. Tal vez para las generaciones actuales un referente es la película Efecto mariposa, en la que el personaje tiene el “don” de volver a los momentos más dramáticos de su pasado y cambiar una pequeña decisión  que luego resulta en un giro drástico del resto de su vida. Confieso que algunas lágrimas se me escaparon cuando vi el film, no sólo por la historia en sí, sino porque de ahí salí con la terrible pregunta: ¿qué es lo que yo cambiaría de mi historia?

Dos encuentros en una semana me hicieron recordar estas dos obras y las emociones que me produjeron. Había quedado de verme con un profesor de inglés, que me habían recomendado. Cuando llegó y nos presentamos, me llamó la atención no sólo su personalidad interesante, sino que fuese de edad avanzada; esto último, por una sencilla razón: en nuestras ciudades mexicanas los grandes parecen estar recluidos, no sé dónde, tal vez en sus casas o afuera en sus banquetas, o ayudando a sus familiares, o en modestos negocios, pero en realidad no es común poder convivir con ellos. Conforme avanzaba la conversación con el profesor, el diálogo tomó un giro diferente a la mera consulta técnica que yo pretendía hacerle. Comencé a sentir la calidez y comprensión de ese otro que entendía perfectamente las angustias y preguntas que supongo son comunes a mi edad. Sin más, comenzó a describirme las posibilidades de un futuro maravilloso que yo podría tener enfrente, si en este momento me armaba de valor y continuaba con los planes que ya venían gestándose en mi interior. También me habló un poco de sus planes de proyectos futuros. Al final me regaló una frase: “la vida se estructura como una novela, termina un capítulo y el siguiente debe ser por fuerza diferente”.

Éstos son días bastante peculiares en el campus, las multitudes de estudiantes que suelen reunirse en los jardines y cafeterías, ahora se trasladan a los pasillos exteriores de los centros de investigación. Con cara de angustia y desvelo, aguardan a alguno de sus maestros para recibir la sentencia, su calificación del semestre. Cuando vi aparecer a uno de mis mejores alumnos en la puerta de mi cubículo, pensé que venía sólo a eso, a preguntar si ya tenía yo su nota. El chico se sentó y comenzó a narrarme algunas dificultades que tuvo en el ciclo escolar. Traía esa mirada de los momentos difíciles. Me contó un poco de su historia y su infancia, el tipo de dificultades que uno no quisiera que tuviera nadie en la vida. Entonces supe que era a mí y en ese momento a la que le correspondía decirle que no hay explicaciones para el sufrimiento, pero sí hay maneras de dejarlo atrás y aprender de él, me tocaba a mi hablarle de ese maravilloso él en el que estaba a punto de convertirse, dadas sus notorias capacidades y edad.

Cuando se despidió, le di un abrazo fuerte, el mismo abrazo de confianza que me hubiera dado a mi misma si me fuera posible regresar a los 21 años.
Publicado en el diario el 18 de diciembre de 2009

Friday, December 25, 2009

Reset

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

La distancia de su cama al suelo era más o menos de medio metro, pero bastó para que al caer su celular se desarmara en sus múltiples componentes. I no se inmutó, le había sucedido antes, el suyo era un celular-Lego. Lo armó con cuidado y… ¡diablos! … el display no encendió más. ¿Era la maldición del año y medio? ningún celular le había aguantado más de ese tiempo, pero tampoco se descomponían antes del año (cuando la garantía está vigente). En otras circunstancias I no se hubiera enojado tanto, pero no tenía un quinto en la bolsa porque su PC, dos días atrás, le había dado por estropearse a causa de un fallo en el ventilador. I estaba a la espera de la sentencia del técnico, acerca de si su disco duro se había salvado. I trabaja en casa, justamente en la PC, pasaba ahí casi todo el día (y parte de la noche), así que sin ella no podría sacar una lana, ni reparar el celular. Era mediodía, no sabía qué hacer, lo primero que pensó fue en visitar a su hermana para que, al menos le invitara de comer y evitara así enfrentarse con la despensa semi-vacía.

Cuando el carro no arrancó y el mecánico de la esquina le dijo que podría ser un problema de la computadora (resultó que después de todo no era tan carcacha), I se dio cuenta de dos cosas: que el dios-de-los-chips sí existe, y que I hizo algo tan imperdonable ante sus ojos que estaba siendo castigado. En cierta forma aceptó la situación, es decir, no se sorprendió de que cuanto aparatejo tocaba se descompusiera en seguida. Sin más opciones, se decidió a salir de su casa y se puso a caminar sin rumbo. Descubrió con agrado que aquello no era para nada aburrido. La ventaja de vivir en el centro es que está lleno de recovecos, en uno de los cuales encontró una solución a su problema. Se trataba de un escritorio público, cercano a una oficina de gobierno, en donde contrataban typistas, “que typeen a máquina”, le dijo el dueño, un señor algo mayor con acento extranjero. Pagaba por cuartilla y a I le pareció buena idea, sobre todo porque las máquinas a las que ser refería eran efectivamente eso: simples y antiguas máquinas de escribir con su carretito de tinta y toda la cosa. I pensó que era la manera ideal de mostrar al dios-de-los-chips un poco de humildad.

En el lugar trabajaban otros cuatro chicos, tres de los cuales le cayeron de maravilla. A la hora de comer, se iban todos al jardín de a la vuelta, cada uno llevaba su comida, se sentaban en una de las jardineras y por una cosa u otra reían bastante. Un día quedaron de ir al cine el fin de semana, fue entonces cuando I, apenado, les contó la tragedia de su celular sin display, pero ellos lo miraron extrañados. “¿Para qué quieres el celular? Nos vemos en la taquilla a las 6 y ya”. “Ni en la oficina ni en mi casa hay señal, por eso yo casi nunca traigo el mío”, dijo otro. Definitivamente sus nuevos amigos eran gente extraña, sin e-mail, messenger o face, pero eso sí eran a toda m.

I perdió la cuenta de las semanas que trabajó en el lugar. Un buen día se dio cuenta de que había juntado lo suficiente para pasar por su PC (con nuevos ventilador y disco con la información que se pudo recuperar del anterior), le cayó una buena chamba con la que pagó el nuevo display del cel, la reparación del auto y hasta un par de tanques de gasolina. ¡El Dios de los chips lo bendecía de nuevo!

¿Y sus nuevos amigos-no-virtuales? El jardín le quedaba cerca y siempre es mejor comer acompañado.


Publicado en el diario el 11 de diciembre de 2009

Friday, December 18, 2009

Dulce de cajeta

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

G se entusiasmó mucho cuando conoció a S. “Es un hombrezote con aspecto rudo. ¡Imagínate, es del Norte”, me dijo y yo de inmediato pensé que tendría bigote y voz ronca. ¿A quién no le gustan los hombres así? Pasaron unas semanas y cierta cara de satisfacción de G me hicieron suponer que las cosas iban bien con S, me dio gusto por un lado, pero por el otro sabía que llegaría el momento en que me invitaría a alguna salida para conocer al tipo, porque extrañamente eso es uno de los ritos de toda buena amistad.

Efectivamente llegó el día en que fuimos a cenar y en los primeros momentos G, si bien físicamente distaba un poco de lo que había imaginado, sí me pareció norteño y rudo. Únicamente en los primeros momentos… entre chistes y comentarios demasiado aniñados y excesivos gestos cariñosos de S hacia G, trataba yo de aparentar naturalidad. Ya avanzada la noche S preguntó en tono meloso a G “¿Nos vamos ya a mimir [traducción: dormir]?”, la cara de G enrojeció al instante y sólo atinó a decir secamente “Sí, ya vámonos”. Ya supondrán ustedes que inevitablemente en mi siguiente encuentro con G abundaron la carrilla, imitaciones y risas sobre el hecho, pero también las confesiones de G sobre otras cursilerías de S, mismas que en verdad la pena ajena no me permite repetir.

Tal vez lo mío sea envidia. A veces me gustaría manifestar mis afectos con tal autenticidad, es decir, no sólo con la ropa y accesorios de color rosa que uso porque hacen juego con el humor negro (claro, el negro combina con todo). Aún recuerdo a aquella maestra que un día me llamó para felicitarme por haber obtenido algún triunfo escolar y posteriormente me regañó por no mostrar entusiasmo alguno. “¡Vive, niña! No es normal que no te alegres”, me dijo y yo entonces sonreí, pero más bien porque me hizo gracia su angustia.

Mi hipótesis es que se trata de una cuestión de hábitos familiares. He estado en casas en donde todos se abrazan y elogian, que son cariñosos aún con las visitas. Unos conocidos son el ejemplo vivo de la armonía. Los años los han llevado a comprar comedores cada vez más grandes porque con el casamiento de las hijas y llegada al mundo de nietos, son más los comensales. En ambientes así, debo admitir, me siento incluso incómoda.

Lo mismo me pasaba con la señora N. Ella se distinguía por hablar despacio,  y con tal dulzura moralina que uno no podía hacer otra cosa que enderezar la espalda y sentirse profundamente pecador. Pero un buen día, nos contó que su hija tenía problemas porque su marido no entendía la razón por la cual se empeñaba en levantarlo a él y a los niños, los sábados a las 6 de la mañana, para ir a misa de 7. “Y ahí van las criaturitas, todas adormiladas, pobrecitos ¿verdad? Es poquito dura mi hija. Yo le digo que los deje descansar aunque sea una semanita. ¿Sabe lo que me dice? Que yo fui así con ellos. ¡Ay Dios! Pues sí es cierto. Los fines de semana desde tempranito pasaba a tocarles la puerta, si no se levantaban prendía la aspiradora o ponía el radio fuertecito. Y es que yo no quería que se hicieran flojitos, tan buenos hijos ¿cómo iba yo a echarlos a perder?”

¡¡Lo sabía!! Tanta azúcar es sospechosa… prefiero estar con mis amigos y familia cercana, a los que quiero un resto; con ellos me relajo y respiro, aire un tanto frío, pero al fin respiro.

Publicado en el diario el 4 de diciembre de 2009

Los files de la FIL

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

No sólo es el frío matutino y el sol de un brillante intenso. O la gripa y tos, aunque creo que eso ya no tiene relación con la estación del año sino con la ciudad misma y las epidemias de las que pocas familias se han salvado. Pero eso no es suficiente para hacerme sentir plenamente en la última semana de noviembre, más bien es la víspera de la FIL.

A todo pueblo se le llega su fiestecita. Para muchos habitantes de este orbe, más que las fiestas de octubre, la Feria Internacional del Libro es el evento del año. Así pues, puede jurar que desde ahora varios cientos de personas (universitarios, libreros, comunicadores, etc.) están ya exhaustos por los preparativos y logística y tienen ya varias semanas eludiendo compromisos personales y su correspondencia electrónica en aras del macro-evento. Ya recuperarán el aliento de por ahí de la segunda semana de diciembre y nos contarán sus experiencias… porque cada quien vive la FIL de manera diferente.

Conozco alguien cuyo cumpleaños tiene lugar en estos días y se queja amargamente porque interfiere con sus festejos: “Justo el sábado que quiero celebrar es la inauguración. Entonces sucede que o no llega nadie, o llegan tarde y llevan amigos suyos que se encontraron en la expo y que yo no había visto nunca en mi vida”. Este cuate debería ver el lado positivo del asunto: seguro le llevan por regalo muchos libros.

Como buenos tapatíos, el asunto tiene mucho qué ver con sociabilizar. De hecho, en mi interior llevo preparada la lista de la gente con la que espero encontrarme y poder así desahogar conversaciones pendientes. No sólo eso, si se repite lo de años anteriores, también coincidiré a quienes no planeaba o no quería encontrarme; vienen a mi mente escenas incluso dramáticas en las que, a la vuelta de un stand, me topé con antiguos amores… Algo irónicamente contrario le sucedió a otro amigo en una FIL. Para esas fechas él estaba muy entusiasmado con una chica y después de varios intentos fallidos finalmente consiguió que ella le aceptara una salida. A su decir, ella era muy bonita y distinguida, pero muy fresa. Planeó la cita para comenzar con una visita a la mentada feria. Él notó que ella estoicamente recorrió los pasillos sin voltear a ver un solo libro, a la salida la chica no podía disimular su enojo: “¿A qué lugar me trajiste? ¡No me encontré a nadie y nadie me vio!”. No necesitaron más salidas: obviamente eran incompatibles.

Para muchos, esta semanita es la ocasión de hacer buenos negocios, pese a la consabida merma de mercancía. Los libreros saben que muchos ejemplares quedarán destrozados por el manoseo del público y, por supuesto, muchos otros simplemente desaparecerán, por más sistemas de vigilancia. “Si al menos supiera que en verdad los van a leer, otra cosa sería, pero luego aparecen en los botes de basura”, me comentó un expositor, su teoría es que esto lo hacen las “hordas” de estudiantes de secundaria y prepa que llegan en tremendos camiones y hacen tal alboroto que impiden a los verdaderos lectores disfrutar la vendimia.

Así pues, preparémonos para esta edición: hagamos un espacio en la agenda para ir al menos un par de días; escondamos los libros del año anterior que no alcanzamos a leer (para evitar culpas), busquemos unos cómodos zapatos y compañía para los conciertos. Y muy importante: ensayemos la mejor sonrisa para partir plaza en nuestra feria.

Publicado en el diario el 27 de noviembre de 2009

Tuesday, December 15, 2009

El candidato a doctor y la engrapadora más cara

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)


Su currículum es impresionante: algunas menciones honoríficas, estudios de postrado en una universidad estadounidense de reconocido prestigio. Él trabajó en una oficina de asesores de primerísimo nivel en la administración federal hace casi una década. En suma, tiene una gran experiencia como académico y como consultor. Supongo que cuando consiguió la plaza como profesor huésped de la Universidad de Guadalajara se sintió satisfecho, pese al bajísimo salario.


Perdonen, pero aquí tengo que hacer una pausa a la narración para aclarar algo. Probablemente muchos de ustedes estén pensando que quien tiene una plaza de tiempo completo en la UdeG es privilegiado. Sí lo es porque día con día está en chino conseguir una, lo que resulta muy nocivo para el desarrollo de la ciencia y la tecnología, porque no existe un relevo generacional. La figura de “asistente de investigación” prácticamente está extinta y hay un número increíble de maestros, doctores y hasta posdoctores esperando conseguir un espacio laboral estable en la casa de estudios. Pero cualquiera que tenga un poco de tiempo podrá comprobar que el salario de la categoría de profesor asistente (en el nivel más alto, el “C”) no supera los seis mil pesos mensuales; estamos hablando de un profesor con licenciatura que, por ley, tiene un horario de 40 horas semanales, de las cuales destina entre cinco y 24 horas a dar clase. Por cierto, en esta categoría no se tiene derecho a recibir “estímulos” de programas federales, lo que en otras representa un complemento de sueldo. Discúlpenme, pero ese salario no es suficiente para pagar una renta de un departamento pequeño, tener un vehículo y mantener una familia, ya no digamos para pagarse cursos de actualización o comprar libros.

El profesor con mayor jerarquía (titular C) gana poco más de 16 mil pesos. A muchas familias mexicanas les puede parecer una suma que aceptarían gustosamente, pero eso es por la gran desigualdad y pobreza en la que vivimos. La cuestión es que hablamos de la máxima categoría, que requiere de estudios de doctorado, publicaciones o productos de investigación que sólo pueden lograrse con una dedicación plena (¡efectiva!) a la labor académica. En universidades de primer mundo, mexicanas privadas o también públicas pero en el Distrito Federal, un profesor con ese perfil obtiene varias veces más ese salario.

Vuelvo a la historia de nuestro Dr.(c), que es el prefijo que ahora suele usarse para quienes concluyeron los estudios de doctorado pero aún no han obtenido el título. El gusto de conseguir la plaza de profesor huésped le duró muy poco. Primero porque tardaron varios meses en comenzar a pagarle, luego porque el salario no le alcanzaba para instalarse apropiadamente en la ciudad, hacerse de un automóvil (ya que el transporte público en Guadalajara es imposible) y mantener a su familia, en la forma en que estaba acostumbrado. Luego porque no llegaron los complementos salariales que pensó que tendría; para sacar adelante la economía familiar comenzó a saturarse de clases adicionales en universidades privadas. Finalmente, jamás tuvo la tranquilidad de sentarse en santa paz en un cubículo de investigación (el que tenía era bastante incómodo, por cierto, y con señal de Internet exageradamente deficiente, lo que resulta trágico para un investigador), así que no concluyó su tesis doctoral y con ello se vinieron abajo sus posibilidades de que la plaza de profesor huésped se convirtiera en una plaza de “a de veras”; es decir, de tiempo completo y estable.

Los tiempos políticos no le favorecieron. Con eso de que las elecciones paralizaron al país, en el terreno de la consultoría tampoco pudo conseguir nada interesante. Un buen día una amistad le ofreció un trabajo temporal en el DF, en una secretaría de estado. La oportunidad se debía a que preparaban las entregas-recepción, así que sólo sería un par de meses. Ahí en esa oficina federal conoció a la engrapadora más cara, posiblemente de todo el mundo. Era por todos sabido que ella estaba ahí gracias a encontrarse muy bien posicionada en el partido en el gobierno. Por el nivel que nos comentó el Dr.(c) en el que ella se desempeñaba, se puede deducir que percibía un sueldo mensual arriba de los 50 mil pesos. En el tiempo que él estuvo ahí, la labor de ella era recibir de manos de otro subordinado (pariente de algún legislador del mismo partido) los reportes o documentos que generaban el Dr.(c) y otros, les ponía una grapa y los pasaba al subsecretario.

Regular los salarios públicos innegablemente es un tema de primer orden para la agenda nacional. Existe una gran inconformidad respecto a una serie de anomalías: exceso de personal público en algunas dependencias (y carencia en otras, se me viene a la mente el ejemplo de los inspectores ambientales), sueldos excesivos de algunos funcionarios que incluso superan el del presidente de la república, desigualdad entre los primeros niveles y los empleados de la base, ingresos disfrazados como bonos u otras prestaciones, opacidad de la información salarial, baja correspondencia entre función realizada y salario, funcionarios poco capacitados, corrupción, etcétera.

Híjole, la verdad es que es bastante complicado. ¿Podríamos tener un poco de fe y esperar que la política de salarios públicos entienda esta complejidad, su objetivo sea resolver los problemas de fondo y no únicamente tomar medidas paliativas para ganar simpatía popular?

Ah, por cierto, después de conocer a la engrapadora más cara, el Dr.(c) decidió que no volvería a trabajar en la administración pública federal, porque en nada se parecía a la experiencia laboral que tuvo cuando su conocimiento y técnica en asuntos de gobierno eran un insumo real para las decisiones públicas.

Publicado en el diario el 20 de noviembre de 2009

Friday, December 11, 2009

La alegría de la casa

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Refiere mi amiga que cada vez que escuchaba esa frase (“la alegría de la casa”) ella asociaba inmediatamente la idea con la chava que iba periódicamente a la casa a hacer el aseo; gracias a ella, por ejemplo, mi amiga podía jugar, salir con los amigos, es decir lo que en su hogar solían llamar “güevonear”.

Hace poco tuve la oportunidad de salir de Guanatos el fin de semana y me hospedé en la casa de un amigo. Estaba un poco apenada, como siempre que uno va a casas ajenas, y traté de tener, como decía mi madre, un comportamiento modesto. Recién llegamos al depa me pidió que procurara conservar mis cosas juntas, luego se mostró apenado, “oye, no vayas a creer que soy mala onda, lo que pasa es que la señora que me viene al quehacer es muy especial, ella no entendería que son tus cosas y las acomodaría con la lógica más extraña mimetizándolas con mis cosas… es que no sabes… la de cosas que me ha hecho”.

Gracias a que me hizo ese comentario no me sorprendió en lo absoluto cuando llegué en la noche y tardé más de 20 minutos en encontrar mi maleta. De hecho, me causó inmensa alegría encontrarla cerrada y con todo adentro, lo que significaba que era mi amigo quien la había escondido y no había sido víctima de la mimetización de los objetos…

Lo entendí perfectamente. En una temporada de mi vida, la alegría de la casa sólo me duraba menos de una hora: el tiempo de entrar al hogar percibir el aroma a fabuloso-brisa-de-mar y la hermosa vista panorámica de una cocina sin trastes sucios. Pero después… lo que uno percibía era que todo era sospechosamente parecido pero definitivamente diferente. Entonces la que se mimetizaba pero en un Hulk era yo: “¡¿Dónde habrá dejado… (el cepillo de dientes, la botella de agua, la bolsa de la lavandería, las correas de los perros, etcétera)?! Si yo fuera ella ¿qué pensaría que es el rebanador del queso?”. Después de tales divagaciones comenzaba a sacar rabiosamente todos objetos de los cajones para encontrar mi pijama, o lo que fuera… y entonces la casa siempre estaba desordenada.

Volvamos a mi viaje de fin de semana. Acepté la propuesta de mi amigo de ir a un poblado cercano, a la casa de sus padres, bueno, de su padre, porque su madre había muerto hacía unos meses, me explicó. “Ella era la de la vida social, todos la conocían y querían, tenía tantos ahijados… y mi papá era más hosco. Pero ahora que ella murió siente que tiene qué llenar ese hueco, por eso se esfuerza mucho en tratar muy bien a los invitados”, también me explicó a guisa de disculpa al día siguiente cuando el señor me ofreció gentilmente para desayunar papaya picada, leche, café, tacos de relleno (tradicional de Guerrero), pan de dulce, etcétera.
La versión del padre fue un poco diferente: “Ella murió hace poco y entonces viene una señora que deja todo listo, cocina muy bien, pero el fin de semana se lleva unas cosas a vender al puerto, así que no le tocó probar su comida, disculpará las desatenciones”. Honestamente, no tenía por qué disculparse, yo estaba maravillosamente feliz (más que ricitos de oro) por el buen trato, pero sí con un poco de tristeza por el contexto y entonces entendí a mi madre cuando deja entrever su preocupación si ella muriera antes que mi papá… ¿quién lo atendería?

Y entonces vuelvo a las alegrías de la casa, que de repente están ahí completando el código genético de las familias, como doña Fina, que le quitó una preocupación a mi mamá porque le planchaba hasta el último calcetín a mi hermano cuando tuvo que cambiarse de la ciudad por primera vez. O doña Jose, que llegaba tempranísimo a casa de mi amiga (recién enviudada) preparaba al niño y su equipaje y se iban todos juntos a la tienda: mi amiga a atender al público, doña Jose a una oficina en la parte de atrás donde instalaba el “cuarto del bebé”. O aquella a quien una de mis profesoras dedicaba sus publicaciones, porque gracias a ella podía entregarse a la investigación en ciencia política.

O Violeta, ay Violeta… era genial. Todo limpio, guardaba silencio cuando me veía trabajando, iba al súper, hacía de comer, incluso dejaba todo en trastecitos de plástico para que pudiera llevarlo al trabajo. ¡Tiempos felices! Un día sucedió lo que tenía qué suceder: encontró un trabajo menos ingrato, mejor remunerado, más acorde con sus capacidades. Sufrí mucho, lamenté incluso no ser lesbiana para proponerle matrimonio… pero no, no lo soy, además ni su religión ni la legislación lo hubieran permitido.

De todo lo que uno puede pensar de estas mujeres me gusta recordar una frase, es de ese escritor tan famoso… ¿cómo se llama?... permítanme, por aquí tengo el libro… lo dejé aquí anoche… ¿dónde está? … seguro fue Maricruz… ¿dónde lo habrá puesto? ¡Le dije que no moviera nada en mi escritorio!… ¡¡Maricruz!!


Publicado en el diario el 13 de noviembre de 2009

Monday, December 7, 2009

El cuento de la letrina

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Había una vez en esta ciudad, un condominio medio viejo, tanto que había una fosa séptica  que luego formó parte del sistema de desagüe. En todo cuento hay un maloso, así uno de los vecinos, llamémosle el Inge D, consiguió el nombramiento de presidente de la junta de colonos. Convocó de inmediato a una reunión, a la que asistieron pocos (apatíos… sabe). Dio un discurso sobre los tiempos difíciles por venir: el agua iba a escasear, habría tandeos, los pequeños tinacos serían insuficientes… ¡urgía hacer algo! “Pero no se preocupen, yo encontraré la solución”, dijo D, quien era un prestigiado ingeniero.

La gran idea de D, que presentó en la segunda junta, era convertir la antigua fosa séptica en un aljibe e instalar una bomba para subir a los tinacos a los tinacos. Para tal obra, sugirió, podrían entre todos pedir un préstamo. Algunos vecinos suspicaces, muertos de asco, señalaron la aberración de utilizar la instalación de desagüe de aguas negras como almacén de agua que ya de por sí no era tan potable (vamos, “potable” según el diccionario, es bebible). D se enojó, calificó a esta gente como “agitadores-enemigos-del-desarrollo”, sacó a colación cuanto trapito al sol de ellos pudo, fuera real o inventado. Luego, tranquilizó al resto diciéndoles que ya tenía contemplado ese detallito: que iba a limpiar re-bien la fosa, construiría una nueva instalación de desagüe al lado de la anterior y además pondría en la azotea unos sofisticados aparatos para limpiar el agua, “también para eso necesitamos el préstamo para poner filtros y el agua nos llegue limpia”.

Los “agitadores-enemigos-del-desarrollo” estaban realmente preocupados, lo estudiaron a fondo, comprobaron que el proyecto era caro y peligroso, una locura total. Intentaron mostrar al resto que no era tanto un problema de escasez, sino de desperdicio de agua, que sería mucho mejor y más barato reparar las tuberías viejas llenas de fugas, las que incluso dañaban seriamente el edificio. “Es más [dijeron] si hacemos un proyecto de edificio sustentable podemos conseguir financiamiento de instituciones internacionales”. Pero no tuvieron tiempo ni recursos de convencer al resto porque, cual villano de telenovela y antes de que pudiera decirse “agua-sucia-va”, el Inge D ya había conseguido los permisos del gobierno, firmas suficientes de la junta de vecinos, un compadre suyo que sería el constructor, apalabrar el préstamo e inaugurar la construcción.

Dicen los antiguos que el malhecho trabaja doble. A la obra le fueron apareciendo cada vez más detalles, el tiempo pasaba y a D estaba por terminársele el periodo como presidente de la junta de vecinos. Tuvo la gran idea de poner a su amigo, el Inge C, quien siguió defendiendo la idea y lidiando con los “agitadores”, quienes porfiaban en sus estudios y en tratar de quitarles la venda a los otros vecinos. Unos mil días con sus mil noches después, o tal vez más, las cosas cayeron por su propio peso y el Inge C reconoció que el proyecto era una porquería, no se refería al agua sucia, sino a dificultades técnicas y lo habían presupuestado mal. Por ahí se supo que en puros estudios y lo poquito que habían avanzado se habían echado una buena lana (de las cuotas de vecinos, claro está). “Pero no se preocupen [dijo], confíen en mí, algo se me va a ocurrir”.

¿Esta historia continuará? ¿Con cuántos Arcedianos más querrán embaucarnos?

Publicado en el diario el 6 de noviembre de 2009

Thursday, December 3, 2009

Para recordar a J

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Hace poco más de una semana, por messenger, saludaba a H, con quien trabajé dos intensos años. Antes de despedirnos me escribió lo siguiente: “Me acabo de enterar de que finalmente ya falleció J”. En parte por el impacto de la noticia y en parte porque yo llevaba prisa, no pude preguntarle qué había pasado, ¿por qué el “finalmente ya”? Conocí a J en aquel periodo en que trabajé con H y con otros también muy queridos amigos. Nos mandaron a todos a una casa vieja del centro que fue rentada para alojar varios equipos de trabajo de la dependencia universitaria. Con un exceso de originalidad bautizamos al lugar como “Casa M”. J era el intendente del lugar, era un hombre joven, nada alto, siempre de buenas, tan amable y acomedido que daba gusto. No sé si estaba asignado a dos turnos, pero yo lo veía mañana y tarde bien fuera en la Casa M o en las oficinas centrales.

Enterarme de que ya no estaba en este mundo me llenó de tristeza, pero lo fue aún más cuando a los días de mi conversación con H, otro amigo y ex colaborador me narró lo sucedido. J fue encontrado en el periférico en estado inconciente: había sido brutalmente golpeado (tal vez por robarlo). Lo internaron de inmediato, mas su situación se fue complicando y agravando hasta que murió. En ese periodo de agonía él no recuperó la conciencia, lo que supongo que es un alivio porque así sufrió menos. El caso de J, supongo, es como muchos que a diario ocurren en nuestra urbe y pasó desapercibido porque no pertenecía a un estrato social alto o porque no fue víctima/parte del narco. Precisamente porque el olvido e indiferencia colectiva hacen doblemente triste su deceso, me permito compartirles algunas escenas que recuerdo de J.

Mi unidad era, por decirlo metafóricamente, una central de bomberos. Trabajábamos mañana, tarde y a veces noche, siempre bajo presión (todo era para ayer). Además de tener todo limpio y funcionando, J de vez en cuando se paraba delante de nuestros escritorios,  nos ofrecía ir a comprarnos algo de comer o simplemente nos hacía un poco de plática, lo que siempre agradecimos porque nos distraía un poco del estrés. A su esposa le apodaba “la domadora”. Lo decía como broma, sin ánimo de ofender, aunque nosotros teníamos la sospecha de que en ello había algo de razón, porque en las noches ella hablaba preguntando por él. J le contestaba con frases cortas y haciendo gestos de ser regañado. Acto seguido, se apuraba a terminar y se despedía. Intuyo que ella  odiaba que J trabajara de más y tal vez porque la descuidaba a ella y los hijos, pero ya lo dije: J era muy acomedido.

En el patio central de la Casa M había un sillón de 3 plazas. Cuando alguno de nosotros desfallecía de cansancio o había trabajado la noche anterior, se recostaba un rato para echarse una pestañita reparadora. J de alguna manera velaba nuestras siestas, no permitía que se hiciera ruido alrededor. Por último, está la noche cuando no había tanta chamba pero aún así nos quedamos charlando. Salió a tema Eric Clapton, entonces puse en la compu y bocinas uno de sus álbumes. Nos pusimos a cantar y uno de los compañeros emocionado fue corriendo por la escoba, para usarla en vez de guitarra eléctrica. Interrumpimos nuestro desafinado concierto cuando notamos a J mirándonos desde el patio, muerto de la risa. “¡Con razón no la encontraba [se refería a la escoba]! ¡Llevo media hora buscando!”, dijo.

Que en paz descanses, J.

Publicado en el diario el 30 de octubre de 2009

Tuesday, December 1, 2009

Ruta larga

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

“¿Trabaja usted aquí?” El taxista se refería al edificio del gobierno federal afuera del cual le hice la parada. Le comenté que no, que había ido a un curso. “Yo trabajé ahí por casi 25 años, oiga. Comencé desde abajo y llegué a ser directivo. Ahora traigo este taxi, y me doy una vuelta a la hora de la salida. A veces levanto a algunos ex compañeros, me cuentan cómo van las cosas por allá, de los otros compañeros, y últimamente sobre los recortes… me da gusto saludarlos”. Había un poco de nostalgia en su voz, así que quise saber cuánto tenía de haberse separado de la institución. “Ya voy para cuatro años, fíjese que aproveché un programa de retiro voluntario, le dije a mi mujer: ‘mira, con el dinero ponemos un negocio y vivimos más tranquilos’. Y es que yo me sentía harto, presionadísimo, estaba en finanzas, ¡imagínese! Además me llegaba cada inepto como jefe, cada vez peor, caramba”. 

Pensé que el negocio en el que había invertido su liquidación era una flotilla de taxis, pero no. “Puse una fabriquita de tortillas, digo, no era una simple tortillería. Pero cometí muchos errores, principalmente porque me confié demasiado. Tenía un socio y no me di cuenta de lo que se llevaba. Me pasé de buena gente con los empleados, les pagaba bien, les daba permisos y luego fueron unos malagradecidos. Me sucedió de todo: se descompuso una de las máquinas, nos agarraron de bajada del Ayuntamiento, mordida a cada rato... Pero mi peor error fue usar la tarjeta de crédito, gastito aquí, gastito allá, y ¡sopas! cuando vi ya era impagable, el maldito de mi socio se hizo el desentendido y acabó dejándome con todo el paquete. Yo me puse muy mal en esos días porque no sabía qué hacer, me dio un pre-infarto, no me quedaba más que rezar. Por esos días, mi mujer me acatarraba ‘mejor vende, viejo, no importa lo que te den’, y fíjese que sí me salió un comprador”.

En este punto de la narración, yo respiré pensando en que el hombre había vendido y con lo que le dieron al menos se compró el taxi. “Pues no, no vendí porque en eso me buscaron del banco para que reestructurara, que les abonara una parte y el resto lo fuera pagando. Ahí me di cuenta de con quién contaba y con quién no, porque para juntar lo del abono busqué a los amigos y familiares a quienes alguna vez había ayudado y nadie me echó la mano. Mire, uno de mis concuños, quien por cierto me debía dinero desde hace mucho, fue capaz de inventar que yo acosaba a mi cuñada, hizo el escándalo con tal de que yo no le cobrara la lana. Aún así conseguí un dinerito, firmé con el banco y me dije a mi mismo que ésta era la segunda oportunidad, así que trabajé como loco. Enmendé los errores que había cometido antes, me comenzó a ir mejor, pero lamentablemente ya no me alcanzó el tiempo: llegó el banco y me embargó todo.”

La historia de este hombre me tenía impactada, ya casi llegábamos pero quería escuchar el final. “¿Sabe usted? Dios es muy grande, todo esto que me sucedió me sirvió para darme cuenta de lo alejado que me encontraba de Él. Así que me encomendé y busqué a un amigo que tiene taxis y míreme, trabajo no me falta, poco a poco voy pagando las deudas que me quedaron”. No sabía si decirle algo reconfortante porque el hombre parecía tan entusiasmado, al bajarme le dejé el cambio como propina, a lo que respondió “que Dios la bendiga”. Me quedé pensando en los miles de trabajadores que son recortados cada semana… tal vez tiene razón el taxista, todo es cuestión de fe.

Publicado en el diario el 23 de octubre de 2009

Monday, October 26, 2009

Muela por muela, año tras año

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Dicen que de las cosas más terribles es el dolor de muelas. No lo contradigo, sólo le agrego: sobre todo cuando se vive en el país del “ahí se va”. Pido una disculpa a los lectores por este desagradable tema pero desde hace una semana no puedo pensar en algo más.

Durante mucho tiempo yo creía haber heredado la “dentadura de caballo” de mi padre. Un mal día sentí el mentado dolorcito y acudí con la hermana de un amigo, quien me indicó que tenía caries en dos muelas, que debía atender primero la más grave, misma  que requeriría endodoncia. Me recomendó a la Dra. V para hacer tal trabajo y yo le hice caso inocentemente. En la primera cita con V, me conmovió su preocupación por su hijita a la que había quedado de recoger y ya era tarde, por eso no hice escándalo de que la doctora no esperara a que surtiera efecto la anestesia en mí. Mi comprensión disminuyó en la segunda cita: V resolvió lo de la hija llevándola consigo al consultorio y la nena para entretenerse apagaba y prendía la luz ¡durante el procedimiento! En la tercera cita, que según esto sería la última, surgió una complicación y me citó de vuelta. Yo, aterrada, no volví más e hice lo que, como buena tapatía, debí hacer desde el principio: preguntar entre los conocidos quién era el mejor endodoncista. Así fui a dar con el Dr. P, quien cumplió ampliamente las expectativas, no sólo por su profesionalismo sino también por su atractivo físico. Creo que esto último influyó para que aceptara sin gritar el terrible diagnóstico: los errores de la Dra. V. condenaron mi muelita a ser extraída. Fue el Dr. M, recomendado por P, quien lo hizo.

El Dr. M me ofreció también hacerme una prótesis para reparar la pérdida, pero el presupuesto exorbitante (por más que fuera de titanio) excedía con mucho lo que yo podía pagar. Mi madre me sugirió acudir con el Dr. R, de precios más accesibles. Aunque no me gustó mucho su trato frío e incluso déspota, accedí a que me hiciera un “puente” (la prótesis, pues) porque quería salir pronto del asunto y comerme un buen filete término medio. A los dos meses se me despegó la cosa, lo que R resolvió reinstalándola. Fue ahí cuando me relajé y, tal vez como mecanismo sicológico de defensa, olvidé por completo que la primera doctora mencionó que eran dos las muelas cariadas. Un tremendo dolor me lo recordó al año siguiente. Acabé de vuelta con el guapo Dr. P, sin embargo, éste ya no pudo salvar la segunda muela (debí haber ido un año antes). Por una complicación, al extraérmela también me quitaron la del juicio y pasé un mes sumida en el peor de los martirios. No quise saber más de prótesis, total, uno se acostumbra a un hueco.

Este año, decidida a no sufrir más por negligencias, me di a la tarea de buscar un dentista de cabecera, así di con la clínica M. No tengo ninguna queja respecto a ellos. Hace 3 meses, después de algunas reparaciones menores, me dijeron que no necesitaría más que futuras revisiones semestrales y que, cuando yo lo decidiera, me podrían hacer la prótesis faltante. No debí alegrarme por ello. La semana pasada el “puente” que mi hizo el Dr. R se despegó de nuevo. En la clínica M me explicaron que esto sucedería constantemente debido a la estructura “grotesca” de la prótesis y que, a la larga, dañaría las piezas sanas. Solución: un nuevo puente. A dos huecos en la boca no puedo acostumbrarme. La alternativa que me ofrecen, si todo sale bien, equivaldrá a poco más de dos meses de mi sueldo completito, pero sólo así los suculentos cortes, tacos dorados y tortas ahogadas dejarán de ser un sueño.

Publicado en el diario el 16 de octubre de 2009

Friday, October 23, 2009

Todo sea por la eficiencia

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

“En el trabajo tengo un compañero que está mal de la cabeza”, me dijo de pronto S. No me pareció nada extraordinario, yo también podría enumerarle a muchos colegas de los que podría decir lo mismo (o ellos de mi, quién sabe). Como ya sé que S tiene una manera muy peculiar y entretenida de decir las cosas, no dije ni pío para dar oportunidad a que siguiera contando.

“Digo, el tipo me cae bien, de hecho la mayor parte de las veces es un individuo normal, pero a veces, de la nada, comienza se obsesiona con un tema, su cara cambia y su mirada da miedo. Por ejemplo de las gaviotas, dice que no le gustan, se altera de pensar en ellas; yo trato de tranquilizarlo o cambiar de tema. Tampoco le gustan los gatos, por eso cuando ronda alguno por su casa, trata de ganarse su confianza ofreciéndole alimento; cuando ya tiene cerca al felino finge acariciarlo, pero en realidad le unta alcohol y luego agarra un cerillo y pues… De alguna manera se entiende por qué es así, después de lo que vivió el pobre hombre: estuvo en la cárcel 8 años. Imagínate todo lo que le hacían, que lo ponían a limpiar, con un cepillo de dientes, una cerca alambrada toda oxidada… supongo que son los métodos para amansar a la gente y reintegrarlas a la sociedad.”

“La verdad es que el tipo es buenísimo trabajando, nada más no hay que hacerlo enojar. Pero la gente no entiende. Una vez correteó a otro compañero, en otra ocasión persiguió también a uno pero con un cutter, y a otro más le pegó con una silla”. Ya no aguanté más la curiosidad y pregunté a S por qué no lo habían corrido. “Pues no, mira, él es muy eficiente, llega media hora antes al trabajo y cuando se necesita algo fuera de hora le hablan y en seguida va, hasta los domingos. Además hace todo lo que le dicen, limpia, carga cosas, lo que sea”. Seguramente puse una cara de pacifista empedernida e indignada, porque de inmediato S me dio más explicaciones: “Bueno, cuando lo del cutter, si pensaron en que ya se fuera, pero la verdad la empresa no tenía dinero para liquidarlo, dicen que están esperando a recuperarse económicamente. No lo corrían nomás así porque te digo que es bueno, puede hacer el trabajo de varios”. En ese momento de la narración agradecí no haber elegido la carrera de administradora de recursos humanos, yo no podría enfrentar tal dilema… mucho menos ese peligro, imaginen lo que alguien así podría hacer si se le notificara que no trabajaría más en la empresa.

Quise saber entonces el motivo por el cuál había estado el sujeto en la cárcel. “Creo que se echó a uno”. Todavía con más asombro, pregunté a S si no le daba miedo trabajar con alguien así. “Para nada, nos llevamos bien. Una vez alguien de la oficina nos invitó a una fiesta familiar, era en un condominio, pero hacía mucho calor y nos subimos a la azotea. Nos llevamos un susto porque mientras estábamos arriba un desconocido, de bastante mal aspecto, se metió al depa y ya estaba platicando con una de las niñitas de la familia. Cuando se dio cuenta la mamá pegó un tremendo grito, así que el tipo bajó corriendo y no sé de donde encontró un machete, ahuyentó al intruso, lo correteó y le hizo una pequeña herida en las costillas, porque como te digo, él no es malo, no lo hubiera matado sólo le dio una lección.” Sin que lo dijera S, imaginé el final de la historia: no lo corrieron de la fiesta porque hasta en eso resultó ser muy eficiente. 


Publicado en el diario el 9 de octubre de 2009

Tuesday, October 20, 2009

El cuadro de las dos F

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

En el stand de una revista cultural de una feria de libros, me dieron una publicidad tan graciosa que la conservé por algún tiempo, lo pegué en el espejo de mi habitación. Era una imagen de Frida Kahlo, que decia “sufro sufro sufro sufro sufro…” hasta el final de la impresión. Cada mañana la veía y me volvía a reír. Hasta ese momento a mi me caía muy gorda la Frida; lamentaba que la publicidad la hubiera convertido en el ícono de las artistas plásticas mexicanas. Lo poco que conocía de su obra eran básicamente autorretratos.

Hace unas semanas un par de sujetos, en diferentes contextos y en un periodo muy corto, me dijeron que yo me parecía a mucho a FK. El primero fue alguien muy cercano, me lo dijo en un momento de mucha emotividad, por lo que no me atreví a chistar. El segundo fue en la calle mientras esperaba un taxi, era el vigilante del lugar: “Oiga, usted se parece mucho a Frida Kahlo; supongo que se lo dicen todo el tiempo, ¿no?”. Esa noche me miré con detenimiento en el espejo. En apariencia no encontré mayores similitudes que las que podría tener cualquier mexicana. Sí había algo, por desgracia, ligeramente en común: achaques que vengo arrastrando de accidentes automovilísticos del pasado por los que a veces sufro-sufro-sufro. Por esa razón, me dirigí al librero y saqué de ahí el libro de las Escrituras de Frida. Tenía este ejemplar por la única razón de que llevaba el autógrafo de su compiladora: doña Raquel Tibol, a quien tuve la fortuna de conocer, y de quien escuché inspiradores consejos y algunos regaños también. Me dispuse a leer la obra porque me preguntaba si la vida de F era tan excepcional o si debía su fama a que ejemplificaba una constante de la mujer mexicana: el sufrimiento y la abnegación.

Gracias a mi ignorancia/aversión por la vida de la pintora, disfruté mucho los escritos en orden cronológico de F (la mayoría eran cartas), como si tuviera ante mí una intrigante novela.  Lo primero que me sorprendió fue no encontrar en ella la vocación de autoflagelación esperada. Por el contrario, F era tremendamente simpática, dicharachera, cálida y amorosa. Un poco de más, incluso. Lejos del chantaje sórdido, que podría esperarse en torno a los sucesos trágicos de su vida, es al respecto abierta y divertida. Lo que le pasó a la mujer no fue poca cosa: las secuelas de un accidente atroz a los 18 años, abortos, múltiples operaciones, la relación con el difícil Diego R, las infidelidades de éste (la más escandalosa con la hermana de F), la falta de reconocimiento y apoyo como artista en el país y las penurias económicas. Respecto a esto último, ahora creo comprender por qué tantos autorretratos: sus amigos le encargaban más, en parte para apoyarla en dineros.

En otras palabras, la vida de F es algo así como la magnificación de mi historia y la de millones de mexicanas. El talento nato y realización como profesionista es de entrada vulnerable, debido a las creencias, sistema social, problemas de autoestima, discriminación (abierta o sutil), etc. De tal forma que en mucho dependemos de la suerte. Tendemos también a las relaciones amorosas en las que vivimos a la sombra de los hombres y supeditamos a ellos nuestros planes, ideales, economía y en general nuestro ser, de una manera a ratos irracional y absoluta, pero lamentablemente bien vista por los otros. No es una cuestión de sufrimiento per se, sino de fragilidad, entorno adverso e ineludibles responsabilidades que cansan tanto... 


Publicado en el diario el 2 de octubre de 2009

Saturday, October 17, 2009

Con M de “maceta”

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Podría decirles que esta anécdota tiene fines didácticos o una moraleja sobre prejuicios, cobardía o valores. Pues no. La memoria es caprichosa y lo mismo borra o esconde archivos indiscriminadamente, que saca a colación sucesos antiguos. Así yo esta semana estuve pensando en alguien que conocí cuando estaba en la facultad.

Se presentó en la ciudad Las palabras andantes de Eduardo Galeano, asistí y me causó tal entusiasmo que compré ahí mismo el libro e hice la larga fila para conseguir el autógrafo del uruguayo. Ahí en la fila comencé a intercambiar sonrisas con un chico que llevaba una gorrita y una pinta de intelectual-interesante (distinto al intelectual-hippie). Conversamos de diversos temas y mi interés por él creció aún más cuando me dijo que era corresponsal en Jalisco de un famoso diario de circulación nacional. Estamos hablando de hace más de 15 años, la vida cultural y mediática era otra, no había Internet ni celulares, así que sólo pudimos intercambiar teléfonos; en su caso, los de la oficina del periódico.

Lo que a mi edad actual considero una historia como miles, sobre personas que se conocen y procuran entablar una relación, en ese entonces me pareció de lo más fantástico. Sobre todo el día que recibí en mi trabajo un fax que él me enviaba con el dibujo de una maceta con florecitas, aludiendo a algo que yo le había comentado. Los faxes y algunas llamadas iban y venían. No pasó mucho tiempo para que acordáramos vernos de nuevo, nos dimos cita en el área de revistas del Sanborn’s Vallarta (clásico de clásicos por entonces). De momento, nerviosa y distraída como siempre, no daba con el sujeto, mas él sí dio conmigo y entonces me llevé una tremenda sorpresa: en lugar de la gorrita tenía una cabellera semi-rizada y absolutamente esponjada que prácticamente duplicaba la circunferencia de su cabeza. Mi mente no pudo procesar tal look y sin quererlo lo cambié de la clasificación de intelectual-interesante a intelectual… no, la verdad es que no encontré calificativos.

Hubiera sido tan simple decirle la verdad, incluso nos hubiéramos reído. En cambio, me porté como el estereotipo odioso, de mujeres que “prenden el boiler y no se bañan” (perdonen la ordinaria expresión). El chico reforzó sus esfuerzos, vía fax e invitaciones, que yo aceptaba únicamente si era a lugares con poca luz o poca concurrencia. No quería encontrarme a nadie, pero sabemos que eso es poco menos que imposible en esta ciudad, así que no faltó el día en que, estando con él, me topara con mis compañeros de la facultad. Con su sadismo acostumbrado estos sujetos no dejaron pasar el suceso y lo apodaron “cabeza de micrófono”.  Pero no viene de ahí la M. Un día pasó por mí a casa y me dio una macetita con una planta muy mona. Me gusto el detalle (por original), pero no lo disfruté ya que sentía en la espalda la mirada severa de mi madre y hermano. Éste último se regodeó por algún tiempo con la historia del Macetero, añadiendo el detalle de que con mi mamá estaba una tía y ambas se asustaron tanto de verlo que hicieron un gesto semejante al famoso grito de Munch.

Yo era joven e inmadura. Ahora ya no me fijo en el cabello, sino en el dedo anular de la mano izquierda (que no haya rastro de argolla) o si trabajan y les gusta hacerlo... quién sabe si a la larga esos detalles también me parezcan irrelevantes.

Publicado en el diario el 25 de septiembre de 2009

Monday, September 28, 2009

¡A quemar! Se ha dicho

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)



La frontera entre realidad y literatura es tan difusa como la del mar y la playa. Fue eso lo que metió en problemas a mi amigo V. Eso y su talento nato.

Conocí a V en un taller de literatura. En menos de dos sesiones nos había cautivado con sus narraciones frescas, divertidas y de finales sorpresivos. El no vive en Guadalajara, tal vez por eso disfrutaba yo más sus cuentos, porque me llevaban a una realidad más campirana, es decir, con menos claxon y más espacio. También era por su tono de voz, típico de su región, que le ponía un sabor adicional a la lectura en voz alta de sus textos. Desde que me salí del taller, mi contacto con V ha sido esporádico. Pero un día recibí una llamada suya, el hombre estaba bastante alarmado porque había recibido un citatorio para comparecer ante la autoridad de su pueblo. “¿Te acuerdas de que hace tiempo te dije que había escrito un cuento que me habían cuestionado en el taller? Ese cuento habla de una señora que estaba muy frustrada porque su marido no la atendía bien y pues dice algunas frases medias fuertes. Y bueno, estando ahí en el pueblo con unos amigos tomándonos unas cervezas, se me ocurrió leérselos y pues uno de los pelados se enojó porque dijo que eso no era un cuento, que estaba yo ventilando su vida y la de su mujer. El amigo éste ya hizo un escándalo por aquí, con la señora, con su familia, con todo el mundo. Me dijo que me iba a demandar por difamación y pues por eso me llegó el citatorio”. Me imaginé a V compareciendo ante un feroz tribunal, haciendo poéticas disertaciones sobre arte y realidad. Lo que hubiera sido un lindo cuento sobre V y sus paisanos, tal vez en la realidad no hubiera sido tan agradable, por eso me alegré de que sus acusadores no se presentaran a la audiencia y todo terminara en el consejo del juez a V de que fuera más cuidadoso en lo sucesivo.

Literatura y realidad son dos competidores insaciables, se juegan a las carreritas en inverosimilitud pero también en tiempo. ¿Quién imita a quién? La ciencia ficción suele resultar, a la larga, aterradoramente profética. A mi me encanta este binomio, por ello me alegró saber que este mes tendríamos en Guadalajara un big-read, que estaríamos conmemorando a Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Me alegró más cuando por suerte  me regalaron el libro, y éste consiguió atraparme (desvelarme) durante los días siguientes. Si bien, Bradbury no consideró la existencia de las computadoras y el Internet, describe una realidad aterradora pero factible: un mundo con tal exceso de información, tecnología mediática y velocidad que los libros se vuelven innecesarios. También socialmente indeseables, porque despiertan conciencias y de ahí a la subversión hay un paso. Por eso hay que quemarlos y son los bomberos quien lo hace (en una ciudad a prueba de incendios, perdía sentido su misión y encontraron una nueva). Los zombis de una sociedad así, lamentablemente no se me parecen tan distintos de los que puedo ver en las calles, tampoco el desdén por el conocimiento o el imperio de su majestad el raiting. En lo que temo que tal vez la realidad pueda ganarle a Bradbury es algo peor que el régimen de absoluto control que vigila a los ciudadanos. Tal vez influida por el México contemporáneo, le temería más a un futuro eternamente anárquico. Ya veremos quién vence si la ficción o la realidad… En tanto, disfrutemos del big read. Por si las dudas, conjuremos el futuro rescatando alguno de los ejemplares olvidados del librero y quememos, pero algunas horas de tedio.



Publicado en el diario el 18 de septiembre de 2009 

Monday, September 21, 2009

Septiembre, mes ¿qué?

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)



Pensé que por ser septiembre podría hablar un poco de la patria. No en el sentido aquel de “banderita, banderita, banderita tricolor…” Lo que me pregunté era qué podía significar ahora ser mexicanos, la patria pues. Me quedé en blanco. Sin duda, del mismo color pondría un pez los ojos si le pidieran que definiera “agua”. No pude cambiar de tema, tal vez por el bombardeo publicitario, la selección nacional en su búsqueda de participar del mundial o los continuos spots del presidente (¿quién iba a decir en lo que se convertiría aquel ritual que nos estropeo los primeros de septiembre de nuestra infancia?). O porque olvidando un poco los granadazos michoacanos, gran parte de nosotros iremos a festejar la noche del 15 y haremos gala de algo que sin duda es parte de la identidad nacional: la exuberante y excesiva gastronomía, que a veces parece ser el centro y finalidad de cualquier reunión. Pero, el sentido de “nación” no puede limitarse a un día del año.

No me atrevo a dar una respuesta, pero pienso en quién sí podría tenerla: los que se fueron, aquellos a quienes aquel estribillo de “si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido…” les hace sentido e incluso llorar. Los migrantes, quienes cada que pueden regresan de visita y en una larga travesía llegan a sus pueblos de origen, cargados de maletas de ropa y souvenirs que compraron de a kilo en los outlets  y yardas norteamericanas, lo que reparten a los parientes que se quedaron por acá. ¿Cómo ven al país cuando vuelven los paisanos? Conozco familias que, al venir, parecen no ver al México que los echó (el país que no les dio condiciones de vida o no les ofreció futuro), por el contrario, suelen hablar bien del “progreso” del país, sonreír  cuando ven alguna franquicia transnacional e interpretarlo como una mejora en la calidad de vida. Pero no vienen de vacaciones a visitar la modernidad, lo que buscan es un poco del México que dejaron, los lugares típicos, la música ranchera, una tarde en la plaza del pueblo, y por supuesto, pasar revista a viejos amigos: un país a blanco y negro, de película de Pedro Infante.

En muchos sentidos es irónico que los que se fueron amen y entiendan a la patria más que los que nos quedamos. Porque la primera generación de migrantes acaba no siendo ni de aquí ni de allá y la vida sólo les va a alcanzar para heredarles a los hijos un poco de nostalgia y un español a la larga pocho. Porque no tan fácilmente dejan de cumplir la promesa de mandar una parte de su salario al país, con la esperanza que los se quedaron vivan mejor, o estudien, o se compren una propiedad y todo eso pocas veces ocurre.

Para colmo, ellos migraron a un país cuyos ciudadanos de manera espontánea (no sólo un mes al año) cuelgan banderas por doquier. Además de nacionalistas, los vecinos del Norte presumen ser fraternos, lo que tal vez nuestros connacionales perciban al principio como falso, pero a lo que se van acostumbrando conforme le van viendo los resultados. Es la peor de las ironías, porque, aunque nos digamos lo contrario, somos la sociedad en donde nos timamos unos a otros, en donde un mexicano le cobra a otro una cantidad exorbitante por pasarlo ilegalmente la frontera y lo deja a mitad del desierto ¡de este lado del río Bravo! Un país en donde para ser rico hay que venderle a los pobres a precio de oro en abonitos. Es septiembre y uno de los peores en mucho tiempo, pero si queremos hacer patria… podríamos ensayarle un poquito la autocrítica o mejor aún, a ser solidarios, pero de a neta.

(Publicado el11 de septiembre de 2009) 

Monday, September 14, 2009

De espaldas al pizarrón

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)


Al menos ya pasó lo peor. Por ahora. Los primeros días de clases. Mi mala memoria no me ayuda a prevenir a que cada semestre me angustiaré de la misma manera. Podrán decir que es perfeccionismo, pero en verdad no lo es, simplemente no puedo concebir la escena de pararme ahí ante el grupo sin la menor idea de qué tratará la clase, por eso hago programas en donde sesión por sesión se establecen los temas. Me pregunto cómo lo hacen los demás. Dicen que ser profesor es una labor solitaria porque está uno ahí con el grupo sin saber si está haciéndolo bien. Además el sistema educativo público, en términos reales no nos evalúa o si lo hace no hay consecuencias. Por eso hay profesores que llegan a improvisar, a sacar sus frustraciones personales,  a extorsionar a los chavos, o que simplemente no van.


La segunda angustia es pueril. Pánico escénico. Me imagino entrando al salón de clases donde alumnos-robot me juzgan y descubren al instante todos mis errores. Con sus preguntas sagaces hacen que mi cerebro busque sin éxito la información en los archivos más recónditos, mientras me lamento por no haber puesto atención o entrado a la clase o leído el libro donde debí aprenderlo. En la pesadilla, yo trato de improvisar, pero ellos no se inmutan, preguntan más y más, hasta que no me queda otra que disculparme y retirarme del aula. Por suerte eso jamás ha ocurrido, en cuanto los veo y nos saludamos, el miedo desaparece. A la larga algunos de ellos serán mis becarios, o mejor aún, colegas y amigos.


La tercera angustia es la peor de todas. Ya en clase, acostumbro a hacer pausas para hacerlos participar, por lo general hago preguntas muy elemental u obvias. No sé si falla mi percepción, pero cada semestre los alumnos saben menos. Lo peor es intentar leer lo que redactan. Antes les pedía trabajos de investigación, no tenía sentido porque ya es práctica común bajar trozos completos de Internet, el famoso copy&paste. Ahora les hago exámenes y no me queda de otra que horrorizarme, no digamos por las faltas de ortografía, sino por la incongruencia y a veces notoria incapacidad de ligar dos ideas. Les parecerá mounstroso lo que voy a decirles: hace ya un rato me di por vencida en cuanto a corregirlos; los califico y punto. Discúlpenme, supera mi capacidad. Sus errores son estructurales, vienen no sólo desde la primaria sino incluso de una ignorancia colectiva.


Lamentablemente me toca estar al final del tubo, en el nivel universitario, soy copartícipe del egreso de profesionistas... de papel. Como la médico que me atendió en el área de urgencias de un hospital según esto nice, la chica no tenía ni idea de cómo explorarme. Me había pasado un taxi encima del pié (quien, por cierto, ignoraba el para qué de las rayas amarillas y creía que al tener el “siga” podía dar vuelta a toda velocidad sin fijarse). La doctora no podía explicarme si tenía un esguince o no, a falta de palabras hacía gestos con las manos ilustrando el tirón que yo había sufrido. Yo me porté como una paciente-robot y con base en preguntas específicas e incisivas logré que admitiera que no sabía y que se fuera a hablarle a otro médico, el cual regresó y, usándome de ejemplo, le dio una lección de cómo hacer la exploración y cuál era el diagnóstico.


Los primeros días del ciclo escolar son para mi siempre así. Para colmo, las noticias me refuerzan la cuarta angustia: que la ignorancia se va convirtiendo en la epidemia del país.

Publicado el 28 de agosto de 2009

Tuesday, September 8, 2009

Lo peor de dos mundos

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Tengo una confesión que hacer: me encantan los hombres. En general y en algunos casos todavía más. Amigas queridas, no se ofendan, me la paso re-bien con ustedes, pero con los hombres… Además de la atracción natural, creo que hay otras dos razones. Primera, que lo desconocido resulta siempre atractivo. La segunda, que los hombres suelen ser menos complicados que nosotras, más directos y obvios, a excepción de cuando se está de ligue, hay que decirlo. Por eso entiendo perfectamente a los hombres que gustan de los hombres. Mi gran amigo dice: “soy gay para no aguantar los rodeos, berrinchitos y malas interpretaciones de los hetero; somos mundos distintos, mejor estar con quien te entiende”. Sin duda el mejor amigo de una mujer es el gay; aquella que no tenga uno se pierde de algo muy valioso: una relación de mutua admiración, de ayuda, de intereses comunes (hombres, por ejemplo, podemos hablar de ellos hasta el infinito) ¡y sin ninguna rivalidad!

Hace unos meses fui al norte del país, a visitar a mi prima. A ella sus amigos gay se le habían multiplicado, primero era una pareja, luego se separaron y cada uno se juntó con otro. Las dos nuevas parejas se las arreglaron para entretenerme y mostrarme los atractivos turísticos del lugar, mientras mi prima trabajaba. En las noches nos reuníamos con más amigos de ellos y por eso supe de fantásticas historias gay que darían para escribir todo un libro. Pero la brevedad me obliga, así que sólo podré hablarles de D, quien me impresionó porque llevaba una bufanda de color mostaza hermosísima. Le pregunté a qué se dedicaba, me dijo que básicamente a cuidar a su hija de tres años, pero que en sus ratos libres trataba de vender cosas. No pude disimilar mi sorpresa, ni él las ganas de desahogarse.

D tenía una mejor amiga. Ella no había sido muy agraciada por la naturaleza, ni afortunada para los amores. Como ya se sentía mayorcita, le pidió de favor a D que le hiciera un hijo, mismo que podrían cuidar entre ambos. D pensó que era una gran idea. Aceptó sin sospechar que, cuando ella ya estaba embarazada, recibiría la poco atenta visita de los hermanos de ella para exigirle que le cumpliera a la chica y se casaran, como se debe. Muerto de miedo (por el giro ilícito al que sabía que se dedicaban), D les recordó sus preferencias sexuales, así que ellos le “propusieron” que: si cumplía con las formalidades sociales del matrimonio, D podría seguir con su vida discretamente y ellos les pasarían una pensión que les alcanzaría incluso para los gustos nada baratos de D. Tampoco le pareció mal el acuerdo, hasta que, después de la boda y del parto, la amiga comenzó a exigirle a D que cumpliera sus obligaciones maritales o, de lo contrario, le diría a sus hermanos que no era feliz. Él se defendía diciéndole que no hasta que ella bajara de peso y mejorara su aspecto, porque de plano a él no se le antojaba, pero estas excusas pocas veces funcionaban. El último trato que hicieron, cuando la hija estaba más grandecita, era que D la cuidaría durante el día mientras ella se iba a trabajar (ya para entonces estaba aburrida de la casa y la “pensión” resultó no ser tan grande). En cuanto ella llegaba a casa, D se las ingeniaba para escaparse. A ella le salía lo celosa y era tenaz para perseguirlo y encontrarlo, así tuviera que acudir con su linda familia.

D se veía tan agobiado y su celular no dejaba de sonar. Se fue ya noche, muy borracho. Su teléfono apareció al día siguiente debajo del sofá: misteriosamente D lo había olvidado.

Publicado el 21 de agosto de 2009

Tuesday, September 1, 2009

A un "ring" de distancia

(La Ruda Realidad, columna semanal de Ocio - Público, Milenio)

Conforme pasaban los años S odiaba cada vez más su trabajo. Sobre todo en tiempo de lluvias. La nausea era de las primeras sensaciones de su día, porque sabía que la rutina ordinaria se vería trastocada por el exceso de trabajo, y que sus compañeros lejos de ponerse las pilas, los muy mulas le dejarían a ella la mayoría de las llamadas. Pese a que se le torciera el hígado, ella atendería una queja tras otra, mientras los holgazanes se iban a desayunar, tardaban horas en el baño o simplemente dejaban sonar el teléfono. “Yo no soy una burócrata” se consolaba y por eso, en un principio, dedicaba sus ratos libres a conocer las otras áreas de CFE para investigar por qué a cada rato se iba la luz, las rutas de las cuadrillas de reparación y su demora, o el des-abasto de materiales del almacén.

Hace un año, por estas fechas, sucedió que las tormentas fueron terribles (o fue también porque ya de plano los transformadores estaban en las últimas), la cuestión es que hubo en la ciudad apagón tras apagón y las llamadas de los reportes aumentaron en número y furia. S en verdad intentó ser paciente con los usuarios. En las primeras horas del día se esmeró en amabilidad, incluso trató de tranquilizarlos con argumentos técnicos, les decía la estadística del número de colonias que habían quedado sin energía, les pasaba la clave de reporte, e incluso el número de la cuadrilla encargada de la zona. Ya para el mediodía se limitó a escucharlos, a dejar que se desahogaran. Así fue recibiendo historias de los daños: desde el que tenía qué acabar un trabajo en la computadora y mandarlo por mail, pasando por la descripción de todos los alimentos que las señoras reportaban se iban a descomponer en el refri, hasta los que tenían familiares enfermos que necesitaban aparatos. El que más le impresionó fue el señor de una restaurancito que con voz quebrada le dio cuenta de los kilos de carne que se le echarían a perder, le impresionó porque lo conocía (ella iba a veces al lugar), y porque fue justo con él, con quien S perdió los estribos. Le dijo, con lenguaje bastante florido, que ella no tenía la culpa, que dejara de estar… llamando.

Ese día terminó en Urgencias del IMSS porque le entró un dolor agudísimo en el estómago, que resultó ser no apendicitis sino una crisis nerviosa. De ahí salió con una cita (programada a 3 meses después), para salud mental. Pero S ya llevaba su plan de sanación. A los pocos días buscó a su amiga que trabajaba en telemarketing y así consiguió un turno para promocionar productos bancarios y ser ella la que atosigara a los usuarios. Era muy buena para cacharlos en sus mentiras: ellos se hacían pasar por personas de servicio, ser de la tercera edad, fingir tos o dejar el teléfono colgado cerca de la bocina de la tele. S no se inmutaba, simplemente pasaba el reporte para que fueran llamados al día siguiente.

Bueno, en una ocasión sí se alteró. Se trataba de un sujeto bastante obstinado que se puso a debatirle sobre su derecho a no ser llamado, ella insistió con saña en el beneficio de tener una tarjeta adicional, entonces él le preguntó a bocajarro “¿cómo estás vestida?”. S colgó asustada, pero no durmió bien pensando en que el sujeto la había derrotado, por ello se decidió a hablarle de nuevo al día siguiente… Al paso de los meses ellos fueron cambiando de temas, hasta que llegó el momento en que decidieron conocerse en persona. Se vieron en un lugar del centro, no tenían ni 20 minutos, cuando se escuchó un trueno espantoso y se fue la luz. No llamaron al 071, simplemente disfrutaron la intimidad de la noche.

(Publicado el 21 de agosto de 2009)

Sunday, August 23, 2009

Córrale o ya no alcanza

(Publicado en Ocio, Público. Milenio, 14 de agosto de 2009)

Contaba un señor de cierta edad que cuando él era adolescente un día se armó un alboroto en su pequeño pueblo. Se propagó el rumor de que en la punta de un cerro cercano, un joven estaba siendo tragado por la tierra, en castigo no sé si por retar a Dios, o peor aún, por desobedecer a sus padres. Todos los habitantes del lugar quisieron ser testigos del suceso, así que se desafanaron como pudieron de sus actividades para ir corriendo al lugar. En el camino su curiosidad era incrementada por quienes ya venían de regreso y narraban lo que habían visto: “ya va por la cintura”, “entre más se intenta jalarlo, más rápido se hunde” “¡córrele antes de que desaparezca!”. El señor que me contó esta historia, dijo que al llegar a la cima no cabía en sí de asombro porque efectivamente presenció algo extraordinario: una tremenda tomadura de pelo, nada más. Conforme la gente llegaba sofocada y descubría la verdad, no les quedaba más que reírse un poco, tomar aire, emprender el regreso y, para no sentirse tan mal, animar a quienes apenas iban para que concluyeran la travesía.

Algo así pensé que podía pasarle a G. Hace varios días, nos confesó su intención de tomarse una foto con el presidente Obama. Primero pensamos que bromeaba, por eso otro comentó que en su grupo semanal de dominó habían pensado en invitarlo a una partidita, no solían incluir a ajenos, pero tratándose de Obama harían la excepción. G se ofendió: “tengo fotos con varios artistas, ¿por qué con él no?”. Bueno, tal vez sea que la visita de los famosos nos pone susceptibles. Como aquella vez que cenábamos unos tacos árabes y a un amigo le entró una llamada de alguien que conocía a alguien (ambos de fiar, gente muy seria) quien trabajaba en el área de seguridad del aeropuerto. Esta persona se enteró de que Madona iría de incógnito a un festival en Puerto Vallarta y aterrizaría, en la mañana del día siguiente, en nuestro bendito y siempre renovado aeropuerto internacional Miguel Hidalgo. Durante un rato estuvimos deliberando si creerlo, pero sobre todo si debíamos avisar al buen P, fanático fiel de la diva y quien hubiera sido feliz con tan sólo mirarla desde medio kilómetro de distancia. Si el rumor era cierto y no le avisábamos, nos odiaría por siempre, así que no tuvimos empacho en despertarlo aunque fuera ya una hora inapropiada.

Ejemplos de ingenuidad colectiva sobran, basta mencionar a quienes han pagado miles de dólares creyendo que compraban la torre Eiffel. Pero no hay peor burla que aquella que proviene de la figura de autoridad. El año pasado, nuestro gobierno difundió que caería una tromba catastrófica. La noticia corrió como polvorín, por cauces insospechados para una ciudad con fama de apática y poco informada. La gran mayoría hizo entonces compras de pánico, suspendió actividades y el anunciado día se encerró a rezar el rosario. Otros poquísimos salimos a disfrutar las vialidades vacías y un cielo maravillosamente soleado. Una querida amiga se quedó con un banquete casi completo, porque fue justo el día que había decidido festejar su cumpleaños por primera vez en grande.

Tengo una hipótesis acerca de por qué los seres humanos somos menos racionales cuando actuamos como colectividad. Se las explicaría con gusto, pero tengo un poco de prisa: sabrán ustedes que por suerte recibí un mail, de un abogado de Burkina Faso quien busca herederos para un misterioso y sin descendencia millonario que acaba de fallecer. Basta con que envíe unos datos bancarios lo más pronto posible y ¡listo, se me acabarán las pobrezas!

Tuesday, August 18, 2009

De México a Nigeria

(Publicado en Ocio, Público, Milenio, 7 de agosto de 2009)

De todos los profes, JM era de los más temidos, no porque tuviera el látigo en la mano, simplemente porque el hombre es tres cuartas partes intelecto y el resto sarcasmo. En serio, al conversar con él, parece no existir su ser físico o emocional, sino únicamente su veloz razonamiento. Afuera del aula, esa personalidad fascinante, incluso encantadora, anima a los egresados a que, en los momentos cruciales de la vida, busquemos su “tutoría”.

En la última ocasión, no tuve tiempo de solicitarle con anticipación la cita, sólo llegué así. Aunque estaba muy ocupado, generosamente dijo que podía dedicarme la hora de comer. Me sorprendieron las nuevas instalaciones del comedor universitario (¿por qué nunca me tocan las comodidades?). El ambiente era el mismo que conocí en mi época y eso me puso aún más de buenas. Una vez que escuché los buenos consejos del profesor J, como postre, decidí provocarlo contándole que había conocido un nigeriano, a quien su sistema legal y religioso le permite tener hasta 4 esposas, en tanto pueda mantenerlas. Le narré también la cara de indignación de casi todas las mujeres occidentales que lo escuchamos (más aún aquella a quien con picardía, le dijo que él aún tenía 3 vacantes). Lo que yo cuestionaba era si tenía cabida el asombro en nuestra realidad: la poligamia es bien vista por el machismo mexicano, con la desventaja de que aquello de la manutención no siempre queda claro.

El profesor JM, con su usual y contundente voz, respondió: “Dile a tu amigo de Nigeria que si quisiera venirse a México, tendría qué aprender algunas reglas. La primera es la consabida diferencia entre la catedral y las capillitas. La segunda es que las señoras deben permanecer debidamente incomunicadas. Te lo ilustro con el caso de un amigo mío, quien solía presumirnos su estrategia. El caballero, conciente de que vivimos en un sistema de castas y aprovechando las bondades de la megalópolis, seleccionaba a sus mujeres de estratos económicos, giros profesionales y colonias distantes. De esta manera podía tener a una colega de la universidad, a una enfermera al norte de la ciudad y a la señora que vendía tortas en el centro.”

“Si el nigeriano quisiera vivir en un lugar pequeño, tampoco tiene mucho de qué preocuparse, puesto que la mejor estrategia de las mexicanas es el silencio, que a la larga les es más redituable. Esto nos lleva a la tercera regla: los errores cuestan. Confiado por la discreción del pueblo donde vivía, un señor tenía a su esposa y a la otra. En una de esas fechas, de por ahí de mayo, cuando la gente suele celebrar a las reproductoras del machismo, el señor fue a la tienda más grande del lugar y le solicitó al propietario dos ejemplares del mueble más costoso, e incluso le pagó para que nunca más vendiera el modelo y así sus señoras tuvieran la exclusividad. Le pidió también que se encargara de las tarjetas de felicitación. El infeliz del mueblero se confundió en el envío y así las mujeres se dieron por enteradas de la situación.” “¡Se le cayó el teatrito!”, interrumpí. “Por eso te digo, los errores cuestan: el compadre tuvo qué darle a la esposa unas buenas vacaciones en Europa, y a la amante un departamento nuevo. Un final feliz para todos”. “No para todos, ¿cómo le fue al de la mueblería?”. “Para todos: después de un tiempo razonable, el incidente quedó olvidado, el hombre volvió a vender y aprendió de su equivocación”, tras decir esto el profesor JM soltó la fuerte carcajada que suele acompañar el fin de la tutoría.

Tuesday, August 11, 2009

Rama torcida

(Publicado en Ocio - Público, Milenio, el 31 de julio de 2009)

Cuando M volvió a la ciudad después de varios años de ausencia, desconoció las calles, incluso las de su barrio tlaquepaquense. “Falta algo”, me dijo. De momento pensé que era el fenómeno natural del que vuelve; sobre todo son las dimensiones las que difieren de lo que uno recordaba. M se detuvo en una esquina y dio con la clave: podía ver el cerro del fondo y no necesariamente porque no hubiera contaminación atmosférica ese día, sino porque ya no estaban las frondosas cúpulas de los árboles de la cuadra siguiente.

Esa noche, en la reunión de bienvenida de M, con más amigos volvimos al tema. Alguien puso de ejemplo a una señora que adaptó y puso en renta como oficinas, la casa que fuera de sus padres, ubicada en lo que antaño fue una colonia de gente rica y ahora es zona comercial. Ella se la vive incitando a sus inquilinos a que se le unan y den seguimiento a la solicitud que hizo a las autoridades para que removieran el árbol de la finca de al lado, por una simple razón: hace mucha basura (se refiere a las hojitas secas). Otra amiga contó que al mudarse a su nueva casa, afuera de la cual había un árbol grande, sucesivamente y sin que ella lo solicitara, los vecinos y visitas le fueron dando tips y recetas para irlo secando; porque, como todo el mundo sabe, el trámite legal para que el gobierno municipal lo corte es tardado y a veces los malditos suelen negarlo, es decir, darle la razón al árbol. No podemos negar que en ocasiones las raíces o ramas pueden representar un peligro, pero ¿es sólo eso o realmente nos estamos volviendo depredadores de las áreas verdes?

En la mesa en la que estábamos, esa noche de calor en que volvió M, se llegó a una conclusión. La gran mayoría recordaba, en sus años de infancia, a su madre, la vecina, la tía o a sí mismos en la labor matutina de barrer las hojas del árbol de afuera. Otros más recordaban las tardes en las que sacaban unas sillitas para ponerse a platicar o tomarse algo, al cobijo de la fresca sombra. Aunque las labores domésticas, me refiero a la barrida de las hojas, resultan insoportables para los chamacos, hay un punto entre los 25 y los 35 años en que son asumidas como hábitos incuestionables (bueno, no siempre). Pero ahora nunca hay tiempo. Trabajamos dos o tres turnos, o vivimos en condominios en los que no queda claro a quién le toca hacerse cargo del pobre arbolito… Tal vez sea la culpa la que nos hace desear que mejor desaparezca.

Esa noche, aunque no me quedaba tan de camino, me fui por Cruz del Sur y me detuve unos instantes en donde hace mucho estuvo ese gigantesco árbol que me gustaba tanto (y por lo mismo trataba de incluirlo en los tours cuando me tocaba ser anfitriona). Hasta donde recuerdo ese cayó por causas naturales, pero a como vamos no dejaremos que ninguno llegue a ese tamaño. Ya veremos quién gana en las siguientes generaciones: si la actitud irresponsable de la nuestra o la conciencia ambiental que comienza a esbozarse (aunque sea en las películas de Disney).
Si de algo sirve, recordemos el viejo refrán, quiero decir, en la versión original que me enseñó mi padre: “Árbol que crece torcido jamás su rama endereza, / que se hace naturaleza del vicio con que ha vivido. / Con este ejemplo advertido, malas costumbres no adquieras / que si bien las consideras, a fuerza de repetirlas / ya no podrás corregirlas cuando corregirlas quieras”.