(Publicado en La Jornada Jalisco, 3 de septiembre de 2006)
Los padres inventan muchas cosas para que los hijos tengan un buen comportamiento. El mío solía decirnos que debíamos ser impecables en la mesa para no quedar mal cuando fuéramos a Los Pinos. Y no es que quisiera infundirnos veneración por la figura presidencial, supongo que simplemente se le hacía gracioso.
Un día, no recuerdo bien la fecha (me apena confesar que tengo una memoria gruyere), nos dijeron que iríamos a la ciudad de México, creo que de vacaciones o por algún compromiso familiar. Durante el camino de ida, como todavía no existía la maxipista, teníamos muchas horas para dormir, leer, pelear y platicar. Planeando el itinerario, mi mamá sugería ir al centro y mi papá nos dijo que iríamos a ver al Presidente de la República. No se vayan con la finta con aquello del apellido, como siempre lo he dicho, aunque venga de Guerrero, mi familia nada tiene qué ver con los Figueroa Alcocer. Nada de eso, en realidad, mi padre estaba haciendo referencia al otro Presidente de la República, a un tipo que se instaló a vivir en el Zócalo, porque se había autonombrado jefe del ejecutivo federal y había constituido un gobierno alterno. Mi papá comentaba que bastaba con ir a solicitarle un puesto público y que al parecer hasta ese entonces Jalisco no tenía gobernador alterno, así que él podría pedírselo. Yo no recuerdo que realmente fuéramos, mi hermano dice que sí pero tampoco recuerda si efectivamente lo nombró gobernador.
No fue una anécdota significativa en nuestras vidas, pero aun con mi mala memoria no hubiera sido posible dejar de invocarla en estos momentos históricos del país. Contrariamente al ánimo de mis padres de ir en aquella época al zócalo, me produjo mucha angustia el que dos de mis alumnas de licenciatura sugirieran que les gustaría ir conmigo, después de comentarles yo en clase que sería interesante ir a la convención nacional democrática a la que está convocando AMLO como observadores… Pensar en llevar a esas dos chicas, aparentemente demasiado mimadas, a una multitud con un destino incierto sería muy irresponsable de mi parte. Entonces me agobió la gravedad del momento.
Ya en serio, un país no puede tener dos presidentes.
La teoría de juegos es una herramienta muy poderosa para analizar conflictos, pero tal como lo advierte cualquiera que comienza a adentrarse en su uso, la clave está en las motivaciones de los actores, es decir, al saber cómo piensa cada jugador podemos deducir cómo decidirán y entonces prever el o los posibles desenlaces. Existen algunos juegos pre-modelados, es decir, situaciones que se repiten de una u otra forma en la realidad, coinciden con el patrón y por lo tanto podemos saber en qué concluirá el asunto. Desde hace unas semanas he tenido la duda acerca de qué juego puede explicar la situación entre la resistencia civil y las instituciones del Estado mexicano. Hay dos juegos que podrían aplicarse, pero conducen a resultados muy diferentes.
El primero es el juego de la gallina. ¿Se acuerdan de James Dean y aquella competencia en la que dos carros corrían en el mismo carril para encontrarse de frente? El chiste era demostrar quién tenía más valor, el que se desviaba era la gallina. Evidentemente el instinto de conservación es poderoso, así que en los últimos momentos antes de un fatal choque de frente, alguno de los dos da el volantazo y se sale del camino aun cuando eso le costará su reputación. De eso se trata, de hacer creer al otro que por nada del mundo desistirá. La guerra fría, la carrera armamentista que tenían las dos potencias entonces, es un buen ejemplo de estas situaciones.
El segundo se llama en inglés deadlock y es el que se utiliza para describir el inicio de la primera guerra mundial. A diferencia del juego de la gallina, aquí los actores no tienen nada qué perder, es decir, ganan más entrando a un enfrentamiento directo que permitiendo que el otro les gane. Este juego sólo tiene un resultado: la confrontación, o sea que nadie cede.
Es complicado saber exactamente qué hay en la mente de los actores, una forma de intuirlo es preguntarse qué pueden perder, porque quien tiene mucho qué arriesgar suele ser más cauteloso. Ello explica la complicada posición del gobierno, cualquier error repercute en mayor descrédito ante la opinión pública y eso lo saben bien los perredistas. ¿Qué tiene qué perder la coalición por el bien de todos?
Si ustedes están pensando en que no tiene nada qué perder y que podríamos estar presenciando un deadlock, entonces tendríamos qué esperar un franco enfrentamiento. Sin embargo, no hay comparación entre los recursos y armas de un bando y otro, así que un desenlace así sería desastroso, sobre todo ahora que el ejército está perfilando su postura para defender el tradicional desfile patrio…
O tal vez me estoy equivocando. Total, por eso son juegos, ¿no?
Sunday, March 25, 2007
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