(Publicado en La Jornada Jalisco, 18 de junio de 2006)
Los domingos son para eso, para tirar la güeva. En estos momentos más de uno de ustedes está aún con ese dolorcito en las sienes acompañado de un ligero mareo, con una fría bebida necesariamente rehidratante en mano y a punto de ver el fút ¡Ah, la vida!
Hace ocho días no tuve ese placer de la grandiosa inmovilidad ante el televisor, no porque no lo hubiera querido sino que simplemente mis circunstancias fueron otras. Justo en la mañana operaban a un familiar, así que muy temprano me armé de valor y tomé la bicicleta dispuesta a aprovechar la situación para espiar la ciudad en la mañana del primer partido del tricolor en el mundial.
Hay que decir que no todo es la vía recreativa, es decir, a esas horas de la mañana la ciudad parece segura aún para los ciclistas. Bueno, jamás me atrevería tomar una avenida grande e invadir el reinado de los minibuseros, así que mejor opté por las calles de Santa Tere. Hacía mucho que no circulaba por ahí; Santa Tere, siempre así, siempre barrio, con todo su sabor y movimiento… bueno, a esas horas no mucho, sólo una señora que había madrugado para ir al mercado (¿a prevenirse para la comida familiar tras el juego?).
En el hospital la tensión era creciente… afortunadamente no porque hubiera una emergencia médica, sino por la proximidad del inicio del anhelado partido. “Se van turnando, sólo dos personas por cuarto y si hay gol no hagan mucho escándalo ¿eh?” fue una de las muchas instrucciones postoperatorias que la doctora dio a mi familia, y por lo que entiendo, era la política hospitalaria del día. No es difícil imaginar la misma escena repetirse en ese instante no sólo en ése sino en la gran mayor parte de los cuartos de hospital del país, bien sea públicos o privados: más de alguno ante una situación que lo amerite nos hemos vuelto expertos en burlar a los vigilantes del IMSS, para poder brindar un rato de dicha familiar a algún interno, no falta aquél que incluso pueda pasar un poco de botana y platos desechables que colocará en la mesa de rueditas.
Tras un breve debate sobre quiénes serían los dos afortunados en no perderse el juego, decidí evitar el estrés del primer tiempo y lanzarme nuevamente a la calle, segura de que en cualquier lugar del territorio nacional el rumor del gol podría llegar a mis oídos. Y efectivamente, en una de las esquinas había una manta que anunciaba la oferta de inauguración de una rosticería, justo cuando reflexionaba que 45 pesos estaba bien si el pollo era de buen tamaño, supe que habíamos logrado el 1 a 0.
Pese a que las calles seguían vacías, el cambio de ambiente sí se notó, alegría y nerviosismo en fondo de los talleres mecánicos, en las cocheras, en los localitos, etc. Probablemente los de las tortas ahogadas estén aún agradeciendo del horario alemán, en cambio, quién sabe cómo les esté yendo a los bares y restaurantes con todo y sus promociones de desayunos futboleros.
Ya de regreso en la vía recreativa recordé que no todo el mundo vive pendiente del balón, en el parque Revolución en un lado un grupo tomaba clases de danza y en el otro había una función de títeres. No los juzgué, yo misma en alguna época lejana fui así, en serio, entender qué es un “fuera de lugar” era una de las cien mil cosas que de plano no me interesaban.
Ahora no soy precisamente fanática, en realidad lo poco que sé de ese popular deporte proviene de los comentarios apasionados de mis amigos o de algún fragmento de noticiero. Sin embargo, algo me pasó en este mundial que me ha puesto muy contenta… ¿qué raro, no? En eso estaba, cuando más que el eco de la crónica del partido lo que percibí, proveniente de una de las terrazas-bar del centro, fue la voz de un candidato presidencial. Lo primero que pensé fue “¡qué horror!”, “ya es el medio tiempo” (segundo pensamiento) y “¡claro! ¡por eso amo el mundial, porque estoy harta de las campañas políticas!”.
Irónicamente en menos de dos cuadras, también en la parte superior del edificio, no en una terraza bebiendo cerveza sino en una foto, algunos panistas de tiempo completo esforzaban sus sonrisas en un anuncio espectacular.
¿Y el segundo tiempo? Sí alcancé a verlo en casa, y como buena mexicana di gracias a Dios por los otros dos goles. Cuando había pasado por el Expiatorio a toda velocidad sentí pena por el posible malestar de los sacerdotes de encontrarse predicando ante un auditorio inusualmente vacío. ¡Qué va! Al contrario, el fútbol nos ayuda a que nos aflore lo religioso, qué duda cabe.
Es más, al terminar el México-Irán no necesitamos pensar en proyectos de nación, ningún candidato compró el tiempo aire posterior para decir sus palabrejas y todos nos sentimos conmovidos por Oswaldo… ¡Ésa, justo ésa es la verdadera unidad nacional!
Tuesday, February 13, 2007
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